I. Conde
1. Foráneo:
I
El desierto abrazador alzaba sus brazos tratando de provocar en el viajero los mismos perjuicios que suele ocasionarle a los no poco frecuentes descuidados que olvidan la inclemencia del clima y la escasez de recursos que el mismo presenta. Mas sus esfuerzos eran vanos, pues aquel extraño no parecía dar cuenta del calor, del hambre o la sed.
Una inesperada brisa trató de tomar desprevenido a tan curioso extranjero, pero aquel vio venir el golpe y se asió firmemente de la capucha que ocultaba su rostro, apretó la bolsa donde llevaba unas pocas prendas y algunos víveres, no más que lo indispensable para la larga travesía que se proponía.
Como la naturaleza misma, el tiempo parecía resbalar sobre aquel individuo, a quien cinco años de presidio lo que un día hace a un hombre cualquiera. Ni tan siquiera había necesitado rasurarse, el cabello seguía tocando levemente el cuello de su camisa derruida, no había ingerido alimento alguno sino hasta el último día de su estancia.
Acusado de haber robado de un escaparate, que manera más indigna de terminar en un pueblo de barbaros, en medio del desierto, sin ningún tipo de consideración, sin ningún tipo de decencia. Pero eso ahora no importaba. El que lo hubiesen confundido con un vulgar ladrón de calle, que roba para sobrevivir, le había facilitado las cosas. Después de todo, a nadie se le ocurriría buscarlo en un lugar tan lejano, menos en aquel pueblucho que ni el peso de la “Lege Regentum” conocía, y para que mencionar el intento de prisión en el que lo habían colocado. A Él, que podría haber destruido todo a su alrededor con un simple chasquear de su lengua, nadie lo buscaría por aquellos lares.
Estos pensamientos habían flotado sobre su inconsciencia durante todo ese tiempo. ¿Habrían dejado de buscarlo sus enemigos? ¿O habrían renegado de Él sus amigos? Quizás Él mismo se estuviese renegando… No, claro que no… no podría… ¿O sí?
-Llevamos ya más de 1800 días pensando exactamente lo mismo, ¿No podríamos tratar de pasar a la siguiente fase de la culpabilidad?- dijo un susurro que el exterior jamás sospecharía que existió.
-No es culpa- Respondió firme otra voz.
-Pues, -Esta vez era un sonido monótono, como si aquello no tuviese más importancia que ver cada uno de los granos de arena que se extendían a sus pies. –Es… Vacío…-
Se produjo un silencio en el fuero interno del personaje, cuya marcha no variaba, ni por el rumbo de sus pensamientos, ni por el agreste paraje. Después de todo, los años le habían enseñado como mantener su mente alerta, su cuerpo activo, y sus pensamientos aislados. Para ello había decidido separar su propia esencia, ser y no ser al mismo tiempo. Un grave pecado, del cual no estaba arrepentido, pero que de vez en cuando lo mortificaba, sabiendo que estaba solo, abandonado a sí mismo.
El desierto continuaba con su cruzada, sin mayores resultados en el rostro del viajero que una brisa fresca. Los cabellos le caían despreocupadamente sobre los hombros, apenas rosándolos. Hubo de cortarlo en cuanto se decidió a viajar, el cabello erizado que le llegaba hasta los talones, a centímetros del suelo, lo delataría fácilmente en cualquier lugar. Recurrió a un pequeño artificio para alisarlo y cambiar su color, el negro era bastante más común que el lustroso plateado que su cabellera solía mostrar al mundo.
Sus facciones, lejos de estar curtidas por la aridez del entorno, mostraban un rostro alegremente juvenil, pero serio hasta el punto de causar nerviosismo. Una barba incipiente era el único rastro que indicaba la repentina detención que sufrió el desarrollo de aquel ser. Un arrollo continuo que se desvía en el momento justo para evitar una roca, ese era el caso de aquel personaje, el tiempo lo evitaba, como temiendo represalias.
Cejas tupidas, mas no en exceso, rostro que estaba justo entre lo ovalado y lo cuadrado, de facciones marcadas, sin que esto provocase una disonancia en su rostro. Sus ojos eran lo único que estaba fuera del alcance de cualquier observador, por mucho que este se esforzase, las marcadas bolsas bajo los ojos, y la sombra proyectada por la inclinación de su rostro, y la capucha que lo cubría, provocaban un efecto que dejaba a sus ojos en la más perfecta penumbra, negra para cualquiera que no estuviese dentro de ella.
Caminaba perfectamente erguido, luciendo magistralmente su estatura, superior al promedio, pero no lo suficiente para asombrar a los altísimos habitantes de las tierras de más al sur. No, aquellos que se dice podían vivir cientos de años sin envejecer, de tez blanca como la nieve, y que se dice poseen una sangre ligeramente transparente, eran seguramente los más altos de los 6 Reinos, pero seguramente este individuo fuese el único que no tuviese que alzar el rostro para hablar con ellos.
Sus pasos dejaban marcas en la arena, marcas perfectamente reconocibles para cualquier montaraz experimentado, sólo que este jamás hubiese creído que eran humanas, se las habría atribuido a un camello errante. A pesar de la delineada forma del calzado del viajero, solo quedaba a su paso una marca de una pezuña, fenómeno que cambiaba bruscamente en cercanía de algún poblado, en donde estas tomaban la forma que deberían tener.
Una pequeña cantimplora tintineaba gracias al movimiento del viento, repiqueteando tranquila, pero alegremente.
Las dunas mismas parecían hacerse a un lado para hacerle paso. En todo momento, el desconocido parecía recorrer un sendero, jamás subiendo, jamás bajando, siempre al mismo nivel.
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