...Crisálida...
“ ‘Do you believe in god?’ written on a bullet…
And Cassie pull the trigger…”
Cassie - Flyleaf
Típico pensamiento infantil. Nadie podía culparlo. Un niño de 5 años. Desolado. Víctima de la crueldad de la que sólo son capaces los infantes. Pero él soñaba...
Soñaba con que, algún día, sufriría una metamorfosis. Que sería mejor que todos ellos. Que lo adorarían. Que lo querrían...
Tomó una gran cantidad de mantas y se arropó con ellas. Cerró los ojos, y soñó. Soñó que renacía del capullo, como una mariposa de su crisálida.
Dormido como estaba, no notó la alarma. Confundió en sueños el calor de las mantas con el del fuego. Confundió el aire encerrado con el olor del humo.
Fue la única víctima fatal del Incendio.
Corazones rotos. Una familia destrozada. Un pobre niño abandonado.
Uno a uno, todos quienes le habían gastado bromas pesadas, compañeros, vecinos, salieron adelante, a dejar una flor sobre su ataúd.
Sin duda, el entierro más curioso al que asistió el párroco. No había forma de extraer el cuerpo de la coraza carbonizada que lo recubría. No sin destruir los restos calcinados de la víctima.
Lo enterraron así. En su crisálida.
Las lágrimas caían, desconsoladas. Hijo único. Padres maduros... Sin otra oportunidad.
Sus amigos, pese a todo, le querían. Le extrañaban.
Uno de los asistentes, el mayor e cuantos habían en el curso del difunto, cayó al suelo, chillando. -¡Fue mi culpa! ¡Fue mi culpa!-.
Antes de que alguien pudiese reaccionar, se arrojó a la tumba, ya escavada en la tierra.
Tres metros de caída fueron suficiente.
Gritos. Horror. Más lágrimas.
Los pequeños, aterrados, se aferraban a las faldas de sus madres. Estas, en cambio, observaban atentamente a su comadrona. Con los ojos desorbitados. Simplemente dejó de respirar. Había muerto en cuanto su hijo dio aquel paso en falso.
Acongojados. Sombríos. Arrepentidos. Todos volvieron a sus casas para sufrir en silencio. Todos menos dos.
La familia del pequeño, enterrado ese día, vagaba sin rumbo. Lo había perdido todo. Su casa. Su hijo.
Les habían ofrecido ayuda luego de la tragedia. Ahora vivían en una pequeña habitación en los suburbios. No era mucho, pero era algo.
Una vez dentro, la mujer se dejó caer sobre una silla, mirando por la ventana. Soñando con que su hijo estaría allí, saludándola con la mano. Riendo. Respirando.
Su marido había logrado dejar a un lado su tristeza, de momento. Su primera prioridad era su señora, quién aún vivía.
Fue lacónicamente a la cocina. Volvió, minutos más tarde, con una taza de té. Una infusión suave, muy dulce, para reanimar a la pobre mujer derrotada.
Pero la encontró sonriendo. Saludando a alguien por la ventana.
-Mira, Allí está nuestro chiquillín.
El hombre miró a través del cristal. Allí estaba, saludando desde la calle, una muchacha, de unos quince o diecisiete años. Cabellera rizada, de un rojo brillante y sedoso. Una visión encantadora.
Pero había algo en esos ojos. Algo que no encajaba con ella.
La tasa se estrelló contra el suelo. Esos ojos. Eran los ojos de su hijo.
Pero no. No podía serlo.
La niña les sonrió, y continuó su camino.
La mujer siguió sonriendo hacia el exterior por un momento. Luego se volteó, y vio a su marido, con el rostro entre las manos. Llorando.
-Ya, ya... Ya pasó, querido...- Lo consoló, arrodillándose a su lado.
El siguiente día de clases, todo se veía ensombrecido. No se oía nada fuera del inseguro ir y venir de la tiza sobre el pizarrón. Hasta los profesores se sentían inquietos por lo ocurrido.
Los medios no habían tardado en enterarse, y habían acosado a la escuela desde entonces. Siempre al asecho de algún pequeño que, descuidadamente, se acercase lo suficiente como para entrevistarlo. Los niños no pueden resistir la tentación de salir en televisión.
Había tres pupitres vacíos. Uno de ellos pertenecía al mejor amigo de quien había terminado con su vida durante el entierro. Se hallaba en casa. Sus padres no habían logrado que probase bocado.
Esa misma noche se reuniría con su amigo, se decía.
Como buen atleta, se descolgó por el desagüe, y aterrizó en el suelo sin inconvenientes. Con paso rápido y resuelto, se dirigió al cementerio.
Una vez allí, fue en busca de la tumba de su “gran amigo”, como solía decirle. Lloró amargamente a su lado.
Se levantó. Pasado un rato, se encaminó al lugar de su muerte. Pediría disculpas nuevamente, antes de partir al otro mundo.
En el lugar de la lápida, estaba la negra crisálida. Rota. Vacía.
Entonces, escuchó una voz a sus espaldas.
-No lo hagas, no... Por favor...-. Un escalofrío recorrió su espalda. Era una voz femenina.
Al voltearse, la vió. Hermosa. Deslumbrante.
La joven lo abrazó, y le susurró algo al oído. –Ahora... Él y yo somos amigos. No sufras más por nosotros ¿Sí?-
Había algo en aquella voz que la hacía irresistible para el pequeño.
Se dejó llevar por la calidez que irradiaba aquella muchacha. Dejó que sus cabellos rojos lo rozaran, tiernamente. Dejó que lo envolviera con sus alas carmesí, que lanzaban destellos púrpura bajo la luz de la luna. Era la joven que había visto la pareja.
Hallaron al niño la mañana siguiente. Ileso. Con una dulce sonrisa. Dormido. Soñando.
Ni siquiera la muerte, muchos años más tarde, logró arrebatar la cálida sonrisa de sus labios.
Porque en Halloween, no sólo los muertos vuelven a la vida...
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