Las hermosas hebras de plata se volvían uno con las largas lenguas carmesí, que recorrían, sin pudor alguno, toda la extensión del precioso metal luminoso. La luna, por su parte, se regocijaba ante la intimidad de sus hijos, que tan ansiosos jugaban con las muchachas del fuego.
Luz de luna contra las llamas, eso era lo que la pareja –diminuta para el gran astro y el insaciable abrasador- observaba maravillada. Llevaban horas haciéndolo, y quizás también podrían continuar así otras tantas. El juego de matices era, por decir lo menos, cautivador.
Pero había algo más aparte de la alegre fogata. De la hermosa Luna Llena. Del silencioso bosque de pinos. Del tranquilizador fluir del arroyo cercano. Del insinuador susurrar del viento. Había algo que los atraía más que cualquiera de esas cosas.
Para ella, eran sus ojos. Para él, su sonrisa.
Era la primera vez que acampaban juntos. Si bien, no estaban completamente solos, se las habían arreglado para tener un momento de intimidad.
Ni una sola palabra había surgido de sus labios. Pero ambos sabían lo que el otro quería decir. Ambos querían actuar de la misma manera, pero algo los retenía. Y por eso observaban el fuego. Como las llamas jugaban sin vergüenzas.
No se habían dado cuenta, pero se estaban acercando el uno al otro lentamente. Quizás no repararon en ello sino hasta que se hallaron en un cálido abrazo.
Entonces, ya nada importaba. Toda la vida calló de repente. Observando. Sonriendo. Dejándose llevar por aquellas suaves caricias, como si fuesen uno con los jóvenes.
Él dejaba caer su mano lentamente por el cabello de ella, una y otra vez. Delicadamente. Temiendo quebrarla. Añorando amarla.
Ella, ensimismada en sus brazos. Soñando con estar más cerca. Queriendo sentir. Queriendo traspasar el límite que no había logrado superar.
Y, sin decir una palabra, acordaron trasponerlo. Se acercaron lentamente, entrecerrando los ojos, y dejaron que los latidos del otro guiaran sus labios.
Fue un segundo eterno el que dedicaron a aquel primer contacto. Pero no más que eso. Luego, sin que pudiesen evitarlo, dejaron que sus lenguas jugaran juntas. Que se acariciaran. Que buscaran algo en lo más recóndito de la otra. Que se fundieran en una sola, como lo hacían la luz y las llamas.
Un minuto eterno. Un recuerdo inquebrantable. Y una fogata, que arderá para siempre, al interior de sus corazones.
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