...Cocytos...
“Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando muere mata
porque amores que matan nunca mueren…”
- Joaquin Sabina
Despertó lentamente, aún atontado por lo que fuese que había pasado. La cabeza le dolía y todo le daba vueltas. Trató de abrir los ojos, pero sólo veía negror. Comenzó a desesperarse y arespirar agitado, estaba ciego.
Comenzó a gritar. El sonido llegaba a sus oídos ligeramente apagado, como si algo no quisiera que se sintiese consciente de si mismo, y fue entonces cuando se percató de la venda. Una gruesa capa de genero negro oprimía su cabeza tan fuerte que causaba el dolor que se irradiaba desde sus sienes.
-Ah, veo que despertaste
Intentó gritar, pedir ayuda, pero sintió que algo se introducía en su boca en cuanto la abrió. El aire a presión que pretendía liberar presionó contra su nariz y sus oídos al encontrarse con la mordaza, aumentando su dolor.
-No, no, no. Odio cuando la gente grita sin sentido.
Intentó agitarse desesperado, pero algo impedía que se moviera. Se sentía completamente tieso. Le dolían todos los músculos del cuerpo, y sentía la boca seca y un sabor metálico.
-Lamentablemente, no puedo dejar que te muevas, arruinarías el envoltorio.
Rio. Una risa que lo dejó helado. Se quedó quieto, y trató de entender que estaba sucediendo. Pero su mente le jugaba una mala pasada, y no le permitía recordar nada proveniente de su vida anterior. Se esforzó lo más posible, colocando una mueca en su rostro semi-oculto. Sí, podía recordar algo. Recordaba la calle. Recordaba ir caminando y sentir que alguien lo golpeaba por la espalda. Ya en el suelo, le habían colocado algo en la nariz, un pañuelo, con un aroma intenso. Después de eso… nada.
Sintió como la presión cedía, y suspiro de alivio a través de la mordaza. La venda había sido removida y sus ojos le escocían ante la recién re-descubierta frialdad de la luz artificial.
-Quédate quietecito aquí mientras voy por compañía- rio de nuevo- aunque no es como que puedas ir a ninguna parte. –Se escuchó una pesada puerta que se cerraba.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, deseo volver a colocarse la venda. Estaba amarado a un largo mesón de madera con largas tiras de cuero. En diversas partes de su cuerpo, había cinta adheridas firmemente a su piel, y diversos nudos y rosas que lo adornaban. Ese era el envoltorio. Luchó con todas sus fuerzas contra la mordaza, que logró aflojar y deslizar bajo su barbilla, justo cuando la puerta se abría nuevamente.
Una hermosa mujer, una joven, apareció en el lugar y se llevó la mano a los labios, en un gesto de infinita sorpresa.
-¡AYUDA! ¡POR FAVOR! ¡ESE SICOpa...
Se detuvo a mitad de su frase. Un hombre levemente mayor que la mujer entró tranquilamente, cerró la puerta a sus espaldas, y abrazó de la cintura a la mujer, diciéndole con la misma voz que había escuchado antes: -¿Qué te parece, amor?
La victima palideció. Acababa de entender algo aterrador.
La mujer se volteó y se entregó con un beso apasionado. La escena era increíblemente intensa. Se sentía miserable por sentir deseo en ese momento, pero la escena era demasiado para él. Sin embargo, su cuerpo se erizó completamente al recordar la razón de tanta dicha. Él era un regalo, una especie de sacrificio para esa mujer.
-Es todo tuyo. Lo até para que puedas entretenerte desenvolviéndolo
La joven soltó una risita de deleite y se dirigió al mesón. Antes de que él, atado a la mesa, pudiese decir algo, sintió un dolor inmenso mientras ella alaba de la cinta con gran alevosía. Gritó cuanto pudo, pero eso solo parecía incitar a la joven a tirar con más fuerza. La cinta se desprendía con trozos de piel y carne. Pensaba que se de desmayaría ante semejante imagen, sin mencionar el dolor que le producía. Pero no lo hizo.
El hombre se acercó nuevamente, besó el cuello de la mujer, y le pasó unos guantes. La muchacha sonrió, se los colocó, y besó nuevamente al sujeto. Se dirigió luego a una mesita que tenían a un costado, en el punto ciego del pobre y desgarrado atado al mesón, y levantó algo.
-Esto sólo te dolerá un poquito, galán.
Se desmayó en cuanto sintió como el acero quirúrgico de un escalpelo comenzaba a abrirse camino sobre su estómago.
Despertó. Se hallaba sobre su cama, bañado en un sudor frío. Era la primera vez que tenía un sueño tan horriblemente vívido. Decidió levantarse e ir por un vaso con agua.
No bien intentó ergirse, cayó de golpe a un costado de la cama. Había resbalado con un charco de agua fría. Sintió un dolor punsante en su costado izquierdo, y pensó que quizás se había golpeado contra la mesita de noche al caer. Se llevó la mano a la zona resentida y allí palpó una curiosa irregularidad. Palideció.
Levantó la polera.
Ahí, escrito en una burda sutura, decía: “Feliz aniversario.”
Caminó hasta el baño, encendió la luz.
Así encontraron a la tercera víctima de robo de órganos de lo que parecía ser una banda organizada de traficantes del mercado negro. Nunca pudo ser capturado. Los dos sospechosos principales, sin relación alguna entre ellos, siempre contaban con una coartada para cerca de la mitad de los casos.
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