martes, 11 de diciembre de 2012

Necrópolis


...Necropolis...

               A medida que avanzaba el triste silencio de las frías calles de la ciudad, iba dejando atrás partes de mi ser, de mis recuerdos. Lo estaba sacrificando todo por alcanzar mi meta. Ahí, en el centro de la ciudad estaba el templo al cual me veía impulsado por mi destino. Parecía una tragedia, luchaba contra mi destino y terminaba siempre siguiendo los pasos que dictaba esa tenue voz en mi inconsciente. La arena se levantaba veleidosa con cada uno de mis pasos y sentía que me acercaba a un suceso importante. Cuando llegué al límite externo de la ciudad, ya había cruzado lo que en tiempos remotos habrían sido los barrios pobres. Había harapos por todos lados, vasijas rotas que aún tenían agua en su interior, telas raídas, algunas esposas de hierro refundido, herramientas de madera mohosa y las pequeñas casas derruidas con restos de alfombras roídas, como en un intento de zurcir cual  estropajo las viejas estructuras. No había una sola alma a quien preguntarle el nombre de esta ciudad, cómo había llegado aquí o incluso como habían llegados ellos allí. Sólo las ventanas tenían miradas, sentimientos melancólico y desamparado que entornaba la vista cuando cruzaba por sus cercanías. El muro que daba acceso a la ciudad verdadera, aquella donde cada persona tenía su casa, estaba vacío. Sin guardias y sin postigos. Sólo quedaba la pesada marca de la gigantesca puerta que había dejado un hueco de proporciones gigantescas en el edificio. Avancé calmadamente, escuchando repicar el sonido de mis pies sobre la tierra dura del camino principal. No hay nada más espantoso que el eco del silencio. Caminé por los barrios ricos cargados de agasajos, de joyas y telas preciosas, pero no había habitante alguno. De hecho, salvo por la vegetación que se abría paso aquí y allá donde encontrara humedad suficiente, no había ningún indicio de vida. Las moscas, hormigas y otras alimañas habían quedado muy lejos dese hacía un tiempo. No las recuerdo incluso desde el momento en que llegué al desierto sin direcciones, donde siempre era de día, en el cual gracias a la fortuna –buena o mala- encontré este lugar. Me acerqué a un pozo lentamente y saqué agua. Estaba turbia, pero olía a frescura. Bebí un poco, preparado para escupirla en cualquier instante, pero sólo sabía a musgo, como los grandes pozos de otras ciudades. Y todo el mundo sabe que el musgo mantiene a raya las cosas pestilentes en el agua, le gusta vivir tranquilo. Así, pues, bebí lentamente hasta saciarme. Luego de llenar los cueros que traía conmigo, proseguí mi marcha. En la zona comercial, todo estaba limpio. No había frutas, ni siquiera sus restos, ni de las frutas ni de los animales ni de los vendedores. El dinero estaba allí. El mal es más terco que la vida. Además de las monedas de diferentes formas, tamaños y colores, sólo había polvo. Mucho polvo, sobre todos los mostradores. Polvo reseco y silencioso. Seguí caminando. A mí las monedas no me interesaban, no llegué tan lejos por juntar peso en cosas inútiles. Allí, en el centro, estaba el templo con el que había soñado desde mi más tierna infancia. Finalmente lo había alcanzado. Abrí la pesada puerta, la única en todo el pueblo, y entré. Allí no había nadie. Pero sí se escuchaba algo aparte del eco de mis pisadas. Se oía un sonido regular, bajo en tono y sumamente tenue. Era como si alguien golpeara rítmicamente dos grandes vasijas con agua. Un sonido sordo, que empezaba de sorpresa, y acababa del mismo modo. Caminé, y allí, sobre el altar, un pequeño puño rojo se retorcía rítmicamente, emitiendo el sonido. Lo tomé con mis manos desnudas, lo sentí encogerse de a mitades, y comencé a engullirlo, sin masticar, completo. Lo sentí bajar por mi garganta, detenerse a mitad de camino, y presionar.

               La noche ya estaba avanzada cuando despertó. Estaba agitado, pero se sentía reconfortado, de alguna manera. Se reclinó y se dejó vencer por un sueño tranquilo sobre un yate, una muchacha, un sombrero y el eco sordo que emitía su cama al sincronizarse con sus latidos. Tum-tum. Tum-tum. Tum-tum…

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