...Necropolis...
A medida que avanzaba el triste silencio de las frías calles de la
ciudad, iba dejando atrás partes de mi ser, de mis recuerdos. Lo estaba
sacrificando todo por alcanzar mi meta. Ahí, en el centro de la ciudad estaba
el templo al cual me veía impulsado por mi destino. Parecía una tragedia,
luchaba contra mi destino y terminaba siempre siguiendo los pasos que dictaba
esa tenue voz en mi inconsciente. La arena se levantaba veleidosa con cada uno
de mis pasos y sentía que me acercaba a un suceso importante. Cuando llegué al
límite externo de la ciudad, ya había cruzado lo que en tiempos remotos habrían
sido los barrios pobres. Había harapos por todos lados, vasijas rotas que aún
tenían agua en su interior, telas raídas, algunas esposas de hierro refundido,
herramientas de madera mohosa y las pequeñas casas derruidas con restos de alfombras
roídas, como en un intento de zurcir cual estropajo las viejas estructuras. No había una
sola alma a quien preguntarle el nombre de esta ciudad, cómo había llegado aquí
o incluso como habían llegados ellos allí. Sólo las ventanas tenían miradas, sentimientos
melancólico y desamparado que entornaba la vista cuando cruzaba por sus
cercanías. El muro que daba acceso a la ciudad verdadera, aquella donde cada
persona tenía su casa, estaba vacío. Sin guardias y sin postigos. Sólo quedaba
la pesada marca de la gigantesca puerta que había dejado un hueco de
proporciones gigantescas en el edificio. Avancé calmadamente, escuchando
repicar el sonido de mis pies sobre la tierra dura del camino principal. No hay
nada más espantoso que el eco del silencio. Caminé por los barrios ricos
cargados de agasajos, de joyas y telas preciosas, pero no había habitante
alguno. De hecho, salvo por la vegetación que se abría paso aquí y allá donde
encontrara humedad suficiente, no había ningún indicio de vida. Las moscas,
hormigas y otras alimañas habían quedado muy lejos dese hacía un tiempo. No las
recuerdo incluso desde el momento en que llegué al desierto sin direcciones,
donde siempre era de día, en el cual gracias a la fortuna –buena o mala-
encontré este lugar. Me acerqué a un pozo lentamente y saqué agua. Estaba turbia,
pero olía a frescura. Bebí un poco, preparado para escupirla en cualquier
instante, pero sólo sabía a musgo, como los grandes pozos de otras ciudades. Y
todo el mundo sabe que el musgo mantiene a raya las cosas pestilentes en el agua,
le gusta vivir tranquilo. Así, pues, bebí lentamente hasta saciarme. Luego de
llenar los cueros que traía conmigo, proseguí mi marcha. En la zona comercial,
todo estaba limpio. No había frutas, ni siquiera sus restos, ni de las frutas
ni de los animales ni de los vendedores. El dinero estaba allí. El mal es más
terco que la vida. Además de las monedas de diferentes formas, tamaños y
colores, sólo había polvo. Mucho polvo, sobre todos los mostradores. Polvo
reseco y silencioso. Seguí caminando. A mí las monedas no me interesaban, no
llegué tan lejos por juntar peso en cosas inútiles. Allí, en el centro, estaba
el templo con el que había soñado desde mi más tierna infancia. Finalmente lo
había alcanzado. Abrí la pesada puerta, la única en todo el pueblo, y entré. Allí
no había nadie. Pero sí se escuchaba algo aparte del eco de mis pisadas. Se oía
un sonido regular, bajo en tono y sumamente tenue. Era como si alguien golpeara
rítmicamente dos grandes vasijas con agua. Un sonido sordo, que empezaba de
sorpresa, y acababa del mismo modo. Caminé, y allí, sobre el altar, un pequeño
puño rojo se retorcía rítmicamente, emitiendo el sonido. Lo tomé con mis manos
desnudas, lo sentí encogerse de a mitades, y comencé a engullirlo, sin
masticar, completo. Lo sentí bajar por mi garganta, detenerse a mitad de
camino, y presionar.
La noche ya estaba avanzada cuando
despertó. Estaba agitado, pero se sentía reconfortado, de alguna manera. Se
reclinó y se dejó vencer por un sueño tranquilo sobre un yate, una muchacha, un
sombrero y el eco sordo que emitía su cama al sincronizarse con sus latidos.
Tum-tum. Tum-tum. Tum-tum…
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