martes, 15 de enero de 2013

highway


...Highway...

               Acostado a todo lo largo y ancho de mi espalda, mostrando mis vertebras al mundo bajo una piel tirante y agrietada por las larga horas al sol, me detengo a pensar mientras el mundo sigue con su movimiento. Hace años que estoy postrado, sin poder ponerme de pie por mi cuenta. Esperando que algo suceda. Envidio a mi prima que no tiene más que proponérselo y visita todas las grandes capitales de América. Antes solía compadecerme de mi mismo, y dejaba que otros me pasaran encima. Hace algún tiempo decidí luchar y descuidé mi presencia como un gesto de rebeldía. Me hice perforaciones para ponerme a la moda, pero siempre se me cerraban o se infectaban con las primeras lluvias. Descubrí después que para todo el mundo no soy más que un objeto, reparable a veces, ignorado la mayor parte del tiempo, hasta que alguien decide culparme de algo que no es más mi culpa que el ponerse del sol y la luna.

               Pero claro, todos tenemos un punto donde nuestra voluntad se quiebra y finalmente cedemos a la rutina. Ya no me molestaba el ruido que hacían sólo para provocarme, ni el humo de cigarrillos y tubos de escape, ni que me salpicaran agua al pasar, ni que la gente comenzara a evitarme porque siempre que pasaban cerca de mí algo sucedía, sonaba una alarma y los obligaban a pagara multa por algo que no tenía sentido. Así pasaban los años mientras yo me acostumbraba a mi situación.

               Entonces la conocía a ella. Se hacía llamar Eclipse. Escribía todas las noches escondida frente a la entrada de su casa. Estoy segura que al pasar la primera vez me guiñó el ojo y me hizo cambio de luces desde la vía contraria. Todos los días, por algún milagro misterios, hacía el mismo recorrido y yo la miraba, aún recostado, sin posibilidad de ponerme de pie, pasar a toda máquina, y deseaba tener ruedas y poder seguirla. Ella no me tenía miedo, me abrazaba y prometía un encuentro tan profundo como veloz.

               Comencé a preocuparme por mi aspecto nuevamente. Conseguí que un dermatólogo muy bueno que logro alisar mi piel aplicando tratamientos con asfalto, uno sobre otro, hasta que finalmente me veía lozano y bello.

               Pero cuando quise levantarme, no pude. Cuando quise respirar su aroma, no pude. Cuando quise observarla eternamente, no pude.

               Si sólo tuviese piernas para poder correr tras ella. Si sólo tuviese pulmones para inspirar su esencia. Si solo tuviese un momento para vivir en la eternidad de ese instante precioso. Si pudiese desprenderme de todo lo haría con tal de seguirla a ella.

               Entonces me reporté enfermo. Me despidieron. Pero logré seguirla hasta su casa. El caos de Santiago nunca me importó menos. Miles de vehículos esperaban para poder cruzar sobre mí, pero yo estaba con la única que quería que cruzase sobre mí. Yo era suyo, privado, concesionado si así gustan.

               Ese día todo los Chilenos tuvieron que caminar, porque no había acera para transitar.

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