martes, 1 de noviembre de 2011

Bucle

...Bucle...

El blanquecino paso del tiempo sobre su cabeza era un cruel recordatorio para aquella criatura frente al espejo. Le recordaba momentos pretéritos donde todo era más sencillo y lleno de promesas e ilusiones. Sin embargo, la vida ya lo había despojado de colores y matices. Sólo quedaba algo que resaltaba sobre la monotonía gris de la oficina que pronto lo jubilaría, sólo un cosa que no se deshacía con la lluvia, que no se quemaba por el sol ni tenía al menos dos remiendas: un cinturón de cuero. Gastado con el uso, es verdad pero que seguía tan negro y pulcro como aquel día, hace tantos años, cuando lo desabrochó en el baño de un aeropuerto en Brazil, para entregarse a una garotiña que le ofrecería luego cambiarlo por uno más nuevo, pero que rechazaría aludiendo a la aventura que vivió con él cuando se perdió en Nueva York y tomó la maleta equivocada, y quedó en la calle con sólo una camisa, unos vaqueros y ese cinturón de cuero que se había comprado en México por apenas unos pesos luego de emborrachar a otro viajero de buena facha y pocas luces. El mismo que lo encontraría después, en su departamento en Berlín, colgado de las vigas en el baño, con el mismo cinturón de cuero negro que reyó perdido ese verano de 1983.