...Grimorio...
Spell I: A tale of two lovers
Despertó tranquilo. Dos palabras que jamás pensó
utilizar en la misma frase y que sin embargo ahora no podía dejar de utilizar.
La muchacha a su lado aún descansaba, y él se sentía en un estado de paz
demasiado bueno para ser verdad. Ni siquiera el milenario castigo que lo
asechaba día tras día podía hacerlo apartar la mirada de la joven de rizada
cabellera que dormía abrazándolo. Se
levantó con cuidado y caminó hasta el baño. Sobre el lavabo apreció su reflejo
y se sintió mejor. Aún estaba ahí la mancha al final de su mirada, así que esto
no era un sueño. Podía ver el destello de una mirada muerta debajo de la vida
que había crecido en ellos, como un árbol solitario que se sostiene en medio de
la desolación de un pueblo masacrado. Majestuoso en verdad, pero aún así, unas
ramas cubiertas de la ceniza que lo vio nacer, un brote que brilla más verde
que el verde por el contraste con el gris abrasador.
Es
tabû que un adivino lea su propia fortuna, pero él no era en realidad un
adivino, no veía el futuro, sólo el presente. No es pecado inspeccionar el alma
propia, aunque sí es muy complejo. Pero no le importaban las consecuencias, de
todos modos ya estaba condenado desde hace mucho tiempo. Cerró los ojos por un
momento, y trató de preparar su mente. Era distinto del proceso de vaciar, el no quería sacar todo, sino
por el contrario, intentar concentrarse en la infinidad de cosas que es
imposible sacar de nuestra mente y dejar así el campo listo para la llegada de
un pensamiento nuevo, que tendría la completa atención. Abrió nuevamente los
ojos y se miró al espejo, concentrándose primero en su mirada. Hacía meses que
no lo intentaba, así que no estaba seguro de si le gustaría lo que vería, ni
siquiera si sería capaz aún de ver algo, pero tenía que intentarlo. Fijó
entonces toda su atención en ese pequeño punto de luz justo al centro de la
pupila izquierda, como una diminuta llama de color y vertió todo su consciente
sobre el inconsciente de aquella mirada, dejó fluir su ser sobre sí mismo,
sintiendo –literalmente- como era
penetrado por su propia esencia y entraba en el terreno que solo unos pocos
saben admirar.
Se
encontraba ahora de pie sobre un sitio eriazo, con una gruesa capa de cenizas,
tal y como lo recordaba. Había algunos escombros aquí y allá. Lápices, cartas
viejas, papeles, madera, tiza, todo mezclado, abandonado. Al centro de toda
esta desolación, había un pequeño árbol en flor. No tendría más de un metro y a
pesar de su denso follaje parecía algo sumamente reciente. Cada raíz poseía un
anillo metálico, de distintos diseños, distintos recuerdos y decisiones.
Ese
lugar era su alma. Lo que quedaba de ella. Él mismo se había encargado
personalmente, muchos años atrás, de dar origen a toda la capa de destrucción
que se hallaba bajo sus pies, cuando decidió que nada de si mismo importaba
frente al conocimiento. “Lujuria” es
la palabra correcta, tenía una necesidad imperiosa de conocimiento, y vender tu alma no hacía justicia al
trato que había conseguido. Pero ahora último había encontrado cosas que tenían
un valor ajeno a él, cosas que no podían ser devaluadas por su tendencia
autodestructiva, y eran estas cosas las que lo estaban alejando lentamente del
camino de perdición que había augurado para sí.
-¿No es hermoso, Richard?- Una muchacha
apareció de la nada, como una voluta de humo que poco a poco se fue
materializando. No eran nadie desconocido, era su ninfa, la querida Elisa. Era,
en realidad, una pequeña parte que componía su personalidad. Sin embargo, Elisa
había crecido por su cuenta y se había vuelto un ser con identidad propia.
Podía incluso escapar de él durante largos periodos de tiempo, e interactuar
como un espectro, invisible para cualquiera menos apto. –Es como un oasis dentro del desierto interminable de tus letanías.
-Sí,
supongo. Aunque me asusta un poco.
-¿Por
qué? No me digas que te sientes más vulnerable así… ¿Recuerdas la mirada que
tenías cuando nos conocimos? No había nada allí, ni amor, ni odio, ni
desprecio, ni sosiego. Sólo sed, hambre de todo, como si quisieras devorar el
mundo con tu mirada, solo por la satisfacción de hacerlo. ¿En serio crees que
era mejor así…?
-¿Mejor?
No, no lo creo. Pero si era más seguro. Ahora, cuando me miro a mi mismo, es
como ver a una persona tranquila, a alguien feliz. Y ambos sabemos lo que
perder esa felicidad le hace a un hombre…
-No
puedes vivir lamentándote para siempre, Richard
-Pues
no sé como dejar de hacerlo. Supongo que me he acostumbrado demasiado ¿O acaso
podría Atlas caminar tranquilo si se quitara el mundo de los hombros, aún
sabiendo que alguien más lo sostiene?
-¡Deja
de compararte con Dioses! No logras más que torturarte a ti mismo. ¿Quién te
dijo que tenías que ser tan perfecto?
No
respondió. Dejó que el tiempo pasara mientras observaba como los botones del
árbol en flor se abrían lentamente ante sus ojos. Tomó el más maduro de los
botones y se lo llevó a los labios. Quería entregarle ese algo especial a una
persona muy especial que seguramente estaría por despertar.
Alzó
entonces la vista y la fijó en el horizonte, más allá de los límites grises de
su desolación. Seguía allí. Una construcción de un blanco calcáreo. Parecía
construido en su totalidad por huesos, sin que el tiempo hiciera mella en
ellos. Y más atrás, podía sentir como un corazón frío palpitaba, recordándole
del acuerdo pactado en su tierna infancia. Suspiró.
-Debería
volver.
-Hazlo
entonces, yo no iré a ningún lado.
-Adiós,
Elisa mía.
-Hasta
pronto
Cerró
los ojos y se dejó caer hacia el exterior, fluyendo nuevamente, hasta sentir
que la loza bajo sus pies dejaba de temblar. Recién en ese momento se encontró
de frente al espejo que jamás había dejado de observar. Abrió la llave y se
lanzó agua fría al rostro. Estaba pálido, pero contento. Quizás esta luz no
fuera solo una ilusión, después de todo.
Entonces
sintió movimiento, pero decidió no volverse. Unas manos lo acariciaron
tiernamente mientras lo envolvían en un abrazo ajustado y lo volteaban.
Entonces pensó en el botón que había cortado del árbol, y lo deposito
gentilmente con sus labios sobre los de la muchacha que minutos atrás
descansaba sobre su pecho. Un beso más reposado y profundo que los que
normalmente compartían. Un pequeño trozo de alma que no pasó inadvertida por la
joven, quien inmediatamente lo acercó aún más y cerró los ojos, entregándose
por completo durante ese breve periodo de tiempo. Hacía un tiempo se había
enamorado de él, y aunque le costaba hacerse a la idea, instantes como ese le
hacían sentir que había tomado la decisión correcta, que su corazón podía
descansar en paz por las noches.
-Te
amo, Alice
-Y
yo a ti, Richard.
Él
recorrió pausadamente el rostro de Alice con sus manos, deteniéndose solo para
examinar esa mirada que lo enloquecía, y la sonrisa que le devolvía su tranquilidad
cuando alguna cosa lograba sacarlo de sus cabales. Se dieron la mano y
caminaron juntos de vuelta a su lecho.
Pero
esto no sería un grimorio si fuese tan solo una historia de amor ¿verdad?
Descansaron
juntos durante horas, hasta que llegó el amargo momento de la despedida.
Comenzaron a vestirse, el uno al otro. De alguna forma se divertían con ese
pequeño juego, les recordaba cómo habían realizado el proceso inverso. Alice
fue al tocador con la intención de arreglarse un poco más y verse presentable.
Richard, entonces, tomó la cruz de oro que siempre traía colgando de una cadena
alrededor de su cuello –excepto cuando
estaba así con ella- y la pasó por su dedo anular. Cerró los ojos, e
imaginó mentalmente un mapa rústico de la ciudad. Empezó a concentrarse y al
abrir los ojos, podía ver la imagen superpuesta con la alfombra de piso de la
habitación. Luego se concentró en la sensación que había sentido el día
anterior, justo antes de reunirse con Alice. Era una sensación desagradable,
como si alguien –o algo- tratara de
alejarlo de allí. Pronto la cruz comenzó a oscilar, como un péndulo, luego en
círculos y de repente se quedó quieta, sobre una calle a poca distancia de
donde debía dejar a su novia. Tendría que pasar más tarde, no podía hacer vista
gorda de algo como eso. Y aunque no era el mejor momento para ello, sabía que
tenía que hacer algo más antes de que su amada terminara de arreglarse. Caminó
hasta un cajón y extrajo cuatro anillos, cada uno con una forma característica
y una piedra distintiva. Eran, en orden de tamaño, un dragón con ojos de rubí,
un halcón en vuelo con un pecho de zafiro, una serpiente con una cola de
esmeralda y alguna especie de felino, de mirada penetrante, con sus ojos
formados por dos trozos largos y delgados de amatista. Se los colocó en el
bolsillo trasero del pantalón al tiempo que cerraba el cajón. Justo a tiempo
para quedar de frente a una ya compuesta Alice, que le sonreía con coquetería.
Le
sonrió de vuelta, y le ofreció su brazo, para que caminaran fuera del
departamento. Siguieron así hasta llegar a la esquina donde debían despedirse.
Estuvieron abrazados y besándose largo rato, cautivados cada cierto tiempo por
el brillo en la mirada del otro. Finalmente se separaron y con un último beso
de entrega, comenzaron a caminar en direcciones opuestas.
Nadie
se atrevería a dudar de sus sentimientos, no con la pasión que no se molestaban
en ocultar en cada uno de sus movimientos, de sus caricias y sus miradas. Sin
embargo, nadie habría pensado que el joven que caminaba ahora de espaldas a la
muchacha fuera capaz de sentir algo en absoluto. Tenía la mirada como clavada
en algo que iba más allá de esta realidad, sin apartar jamás la vista. Parecía
que una nube ocultara toda chispa de vida dentro de esos ojos tristes y
melancólicos, que parecían saberlo todo y arrepentirse de ello. Tomó con
cuidado los anillos y se los colocó uno a uno. El dragón rubí en el índice
izquierdo, el halcón zafiro en el anular derecho, la serpiente esmeralda en el
anular izquierdo y el felino amatista en el índice derecho, en ese orden. Formó
unas figuras extrañas con las manos, cambiando rápidamente de una a otra, luego
cerró los puños, a ambos lados de su cuerpo, y las extendió violentamente.
Lo que sucedió a continuación no puede ser
descrito del todo para aquellos no instruidos en las artes ocultas, pero quizás
una brevísima explicación pueda ayudar a que se hagan una idea. La tan
vulgarmente llamada “magia” consiste
más que nada en trucos e ilusiones. Pero la verdadera Magia consiste en la
forma de canalizar el poder del espíritu propio. Existen tres cuerpos claves,
uno físico, uno metafísico, y uno astral. El cuerpo físico es ese con el que
convivimos, el que nos permite tocarnos, vernos e interactuar con el mundo
mortal. El cuerpo astral es nuestra esencia, lo que somos en realidad, nuestra
personalidad o mente, si se prefiere. Finalmente, el cuerpo metafísico, es el
espíritu que ejerce la unión entre ambos. Si cualquiera de estos cuerpos se ve
afectado, altera el equilibrio y se produce una tensión desfavorable. La Magia
entonces, consiste en inducir esta tensión y aprovechar al máximo la necesidad
de los cuerpos y del entorno de mantener este equilibrio. Es, más que una
técnica, un Arte. Como tal, toda regla o explicación carece de sentido y, sin
embargo, este es el principio sobre el que trabaja irrefutablemente.
Se
liberaron entonces diminutas e imperceptibles hebras de un tono caoba,
alternado con dorado, que comenzaron a expandirse hasta cubrir por completo al
joven hechicero. Sus piernas se sintieron entonces más ligeras, y apuró el
paso. Se veía, de hecho, bastante gracioso, pues sus pies apenas si tocaban el
suelo, y la caminata era de movimientos largos, rápidos y rígidos. –Antiguamente le llamaban “Caminar sobre el
viento”. Y claro, es difícil caminar sobre éste sin que te arrastre a su
voluntad, se necesita una determinación férrea y un tanto de fuerza física.-
Aunque a nadie parecía importarle, era como si sencillamente no pudiesen ver a través
de las ondulantes fibras coloreadas.
No tardó en llegar a su destino. Era una vieja
basílica abandonada a su suerte. El terreno había cedido levemente, y las
columnas y arcos amenazaban con caer desde el terremoto del ’85. El último
remezón solo había empeorado la situación. La entrada estaba prohibida, y un
decrépito letrero advertía del peligro y de un posible proyecto de
reconstrucción. Ése era el lugar, no había duda, podía sentir como la atmosfera
se volvía pesada de repente, y podía sentir el movimiento etéreo del lugar.
No
se dedicaba a vagar por estos antros espirituales por simple ocio, ni siquiera
con un afán bienhechor para proteger a la población aledaña. Lo hacía por el
poder. Debía consumir esas almas en pena y utilizarlas para fines… poco
elegantes –El fin justifica los medios-.
Saltó
la reja, ayudado una vez más por las fibras que pululaban a su alrededor, cual
aura maléfica, y se adentró en el recinto, cuidando de no tocar nada. Una vez
dentro, volvió a realizar un movimiento violento con las manos y las fibras se
disiparon. Estaba oscuro en el interior. Alzó entonces su mano derecha y
comenzó a pronunciar palabras con su mente, que resonaron en la nave vacía como
si las hubiese dicho en voz alta, con un tono grave y tranquilo: “Altísimo señor de los cielos, amo de las
sierras, cazador de las planicies, déjame ver, déjame oír ¡déjame ser!”. El
zafiro se iluminó, y los ojos de Richard se tornaron de un azul profundo, como
el cielo.
La
habitación era perfectamente visible ahora. Seguía estando en una oscuridad casi
absoluta, pero aún así podía percibir todas las formas y relieves. Más aún,
podía ver el plano astral que se tejía, como una telaraña gigante, sobre el
altar. Caminó decidido, seguro de que mientras más se acercara, más probable
era que apareciera el espíritu reinante del lugar. Las bancas se hallaban rotas
o cubiertas de polvo. El cielo de estuco se había desprendido en numerosas
zonas, algunas tan enormes como los escombros de los santos destruidos. Aquí y
allá había sacos repletos de huevos fantasmagóricos, con diminutas criaturas
que miraban con una infinidad de ojos y seguían el movimiento de cada una de
sus pisadas. El sagrario se había abierto y caído. Un copón chapado en oro
estaba abollado en una esquina. Las hostias se habían posicionado estratégicamente
a lo largo de la telaraña central. Estas parecían darle consistencia a la misma
y ser la piedra angular de la construcción. Podía de hecho ver como fluía la
energía desde ellas y se extendía por los hilos, gruesos como un roble cada
uno.
A
pocos pasos del altar le salió al encuentro una lluvia de un líquido viscoso.
Lo esquivó de un salto, y miró a la gigantesca araña semitransparente que salía
desde lo que debía haber sido la sacristía. Lanzó un bufido exasperado,
mientras la mezcla que había arrojado desde su vientre disolvía parte de la
loza del piso y se volvía una sustancia densa, como las redes que colgaban por
doquier. La abominación mostró sus colmillos y levantó sus patas delanteras,
amenazante. Allí, justo sobre la boca, y medio oculto tras los diez ojos
cristalinos, se hallaba la triste figura de un sacerdote ya entrado en años,
completamente deformado por el desarrollo de su odio. ¿Cuánto tiempo habría
sobrevivido alimentándose de la fe de los feligreses? ¿Cuán hambriento estaría
después de casi tres decenios esperando por un nuevo bocadillo? A juzgar por su
transparencia, por su actitud insensata y la ausencia de cadáveres, Richard
suponía que desde que la basílica se clausuró, nadie más había entrado, o el
espíritu no era tan fuerte durante esos primeros meses, por lo que no se había
alimentado más que de esas hostias todo este tiempo. Estaba famélico. Sería
inútil tratar de razonar con él, aún si se lo propusiese en serio. Pero él
tenía sus propias necesidades, y esos huevos, que solo esperaban la
disponibilidad de alimento para eclosionar serían un manjar delicioso. Se
decidió en un momento.
Alzó
su mano izquierda tan alta como pudo, y mientras el monstruo se le venía
encima, murmuró en voz baja unas palabras ininteligibles. Un rayo ámbar
estalló en medio de ambos, y el espíritu cayó muerto. Sí, los fantasmas pueden
morir, aunque no se trata precisamente de una tarea fácil.
Las palabras encierran poder, y cada palabra recuerda las emociones,
intenciones y fuerzas de aquellos que las utilizan. Idiomas antiguos y
ampliamente divulgados terminan por volverse particularmente poderosos. Lenguas
muertas de civilizaciones sabias se comunican entre ellas, fortaleciéndose
mutuamente sin la necesidad de un hablante. Quizás estas excepciones sean las
únicas capaces de separar efectivamente un alma en pena del nutritivo espíritu
que las ata al mundo.
Todos
los huevos entonces se abrieron, y billones de pequeños insectos carentes por
completo de cuerpo astral comenzaron a devorar la energía de su padre,
ignorando por completo al desconocido que les había proporcionado tan valioso
alimento. Gran error.
El
hechicero estiró nuevamente su mano izquierda, esta vez hacia ellos, y comenzó
a hablar: “Poderoso capitán de las
fuerzas del infierno, Maestro de maestros, triste esclavo de los sabios,
prepara tus armas, respira profundo y comparte tu eterno lamento con aquellos
que se opongan en mi camino”. Los ojos de rubí del dragón brillaron e
inmediato, y la iglesia entera se llenó de un fuego hermoso y abrasador. No
atacaba nada físico, pues pasaba sobre madera, cemento, loza y estuco como si
no fuese más que aire, pero los insectos sufrían, chillaban y se retorcían.
Entonces
Richard comenzó a reír por lo bajo. La cruz de oro se levantó a si misma desde
su pecho, dejando la cadena lo más tirante posible sin herirlo, y se colocó de
frente a las sufrientes criaturas. El ícono se transfiguró, y se volvió más
parecido a un Ank, con un siniestro
ojo consistente en una rendija vertical de llamas dentro del arco superior, con
unas alas huesudas, de piel oscura, que nacían tras de ella. Comenzó a devorar
a los caídos con su mirar. La risa se hizo más estridente. Pronto no quedó más
que llamas, lamentos, y una carcajada diabólica que retumbaba contra las
paredes vacías de la construcción, que empezaba a venirse abajo.
Las
hostias yacían olvidadas en un rincón. Una pequeña brisa se las llevó como
polvo en el viento.
“Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem
revertís”.
La
cruz recuperó entonces su forma y volvió a su posición, sobre el pecho del
Joven. La estructura se venía abajo, pero nada de eso le importaba, había
obtenido una buena cosecha. Quizás sería suficiente como para mantenerse a sí
mismo a raya durante unos seis meses, o más. Aunque si seguía usando sus
habilidades tan frecuentemente como lo estaba haciendo últimamente, quizás solo
le durara un par de semanas. Que precaria existencia para un ser tan poderoso,
se decía. Entonces se percató de que estaba siendo observado. Se volteó, con
los ojos de un carmesí intenso, dispuesto a utilizar el mismo encantamiento que
había utilizado contra los insectos. Y se encontró de frente con la mirada
estupefacta de Alice, bajo el dintel de la puerta principal, por donde él había
ingresado. Se quedó helado. Sencillamente no podía moverse, a pesar de que todo
su cuerpo le indicaba que estaba en peligro, que debía apartarse de allí y
ponerse a resguardo, la basílica colapsaría sobre sí misma, pero una nube de
escombros puede ser tan dañina como una viga de concreto completa.
Cerró
los ojos, e hizo lo posible por controlarse. Por no huir. Le dijo que no le
mentiría, y ¡Diablos! ¿¡A quién se le ocurre prometer algo así!?
Extendió
rápidamente sus palmas y reaparecieron las fibras, esta vez de un fino color
plateado. De un salto alcanzó el dintel. Alzó a la muchacha en vilo, y se alejó
varias cuadras con sólo un par de pasos. Llegó a una diminuta plaza olvidada y
depositó a Alice, aún impresionada hasta quedar muda, en una banca. Se desplomó
allí, ante la mirada de asombro de su novia.
Es la magia un arte, y como tal entraña un
peligro profundo cuando las emociones se sobreponen a las sensaciones. Así como
toda una pintura puede arruinarse por un exceso de color en el detalle amado de
un retrato, toda la concentración necesaria para doblar los cuerpos y
aprovechar su energía se ve alterada y frustrada cuando las emociones del astro
tratan de sobreponerse a las órdenes del metafísico, y ambos pelean
independientemente por usar el físico. Un cuerpo no está diseñado para albergar
un alma sin espíritu, y esta tensión produce fuertes efectos adversos. Un
hechicero jamás debe dejar que sus emociones guíen sus acciones. En este
sentido, y sólo éste, la Magia se parece más a la ciencia que al arte puro.
Podía
percibirlo. Lo veía y no lo creía. Alice veía como una especie de neblina
emergía de la espalda de su amado, ese que no podía reconocer dentro del
abandonado edificio, y se aglutinaba, tomando la forma de una mujer de largos
cabellos negros y lisos, cortados rápida y bruscamente a la altura de sus
hombros, que le gritaba y trataba de despertarlo. Pero ella no podía oírla. No
hasta que la miró de frente, y le grito: “¡Espabila! ¿¡Quieres!? ¡Si no
logramos despertarlo pronto nunca lo hará!”. Entonces reaccionó lo mejor que
pudo.
-¿¡Quién
eres!?
-¿Importa?
Espera… ¿¡Puedes verme!?
-Claro
que sí
-Pero
no sabes que soy
-No…
-No
importa, tendrá que bastar.- Entonces Elisa, porque ella era quien se había
materializado, por su propia fuerza, se le acercó rápidamente e introdujo su
mano en el pecho de una aterrada Alice. Sintió como algo se removía en su
interior, algo tan íntimo que no tenía palabras para describirlo. Sintió como
era extraído fuera de su propio cuerpo, y se percibió como una masa deforme,
que tendía a ser esférica, emitiendo su propia luz.
-Recuerda
tu forma- Escuchó que le decía la chica que había surgido de la espalda de su
novio. Cosas ¿No? -¡Rápido!
Se
esforzó en crear una imagen mental de sí misma, de como se había visto en el
espejo esa mañana, antes de salir, cuando su madre le dijo que debía llevar
otro bolso, porque el que tenía no combinaba para nada. Se encontró a sí misma,
de pie, junto a su amado, en el más absoluto estado de perplejidad.
-Yo
sé que lo amas… -La aparición de mujer tenía lágrimas en los ojos. –depende de
ti ahora. Por favor, sálvalo.
-¿Cómo?
¿Qué es lo que tengo que hacer?
-Encuéntralo,
y dile que lo necesitas de este lado. – Le tendió la mano. Dudó durante unos
instantes, y luego correspondió el saludo. Sintió –percibió, más bien- parte de los recuerdos de la mujer, Elisa se
llamaba, lo sabía ahora. Entendió quien era. Captó un esbozo de lo que debía
hacer. Se acercó a Richard, cerró sus ojos, y se dejó caer, hasta pasar más
allá del cuerpo de su amado. Se sentía como cayendo por un pozo infinito. Se
sintió claustrofóbica, como si a su alrededor comenzaran a cerrarse unas
paredes invisibles, que trataban de aplastarla o devolverla al exterior. Pero
no percibía ninguna intención de hacer daño. No podía saber cómo podía decirlo
con tanta certeza, ni por qué sabía que esto no era normal, que cualquier otro
que intentase lo que ella quería hacer ahora, habría encontrado mayor
resistencia. Pero lo que ella presentaba
no era más que el rechazo normal de un espíritu frente a un alma ajena.
La gran diferencia entre un
brujo y un hechicero consiste en que el primero genera tensión al extender su
espíritu más allá de su cuerpo, produciendo efectos en objetos, tales como
telequinesis –espíritu propio o ajeno que impulsa materia-, telepatía
–sincronización de dos espíritus-, profecía –extensión del espíritu atemporal
fuera del presente y de vuelta- y fortuna –Extensión del aura para amortiguar
cambios bruscos-. En cambio, los hechiceros aprovechan la energía liberada al
suprimir su espíritu y conectar directamente su cuerpo astral con su cuerpo
físico, generando una cantidad altísima de energía, pero que sólo afecta a
nivel de cuerpos metafísicos. Así, Alice demostró ser una gran bruja si
siquiera entender todos estos conceptos, pues fue capaz de sincronizarse con el
espíritu disminuido y traumatizado de un hechicero de altísimo nivel, incluso
estando este perdido dentro de su propia alma.
De
pronto dejo de caer verticalmente, una sensación aún más extraña, como si
cayera horizontalmente, se apoderó de ella. Evidentemente, no se podía caer
hacia adelante, así que se decidió a separar sus párpados y enfrentarse a lo
desconocido.
Avanzaba
a toda velocidad a través de un bosque frondoso, de árboles retorcido y hojas
oscuras. No tenía pies, pero podía ver como sus pisadas se marcaban en la
tierra húmeda. Se sentía de lo mejor, pese a lo tenebroso del paraje. Sabía a
la perfección lo que decía cada hoja, cada susurro del viento, con solo posar
la mirada. La tristeza del primer fracaso
escolar, la primera reprimenda, el primer castigo, la expulsión –temporal- del
hogar, grito de tristeza, grito de desesperación, golpe, corte, punción,
lágrima… lágrimas, un árbol completo de hojas de cristal, para cada una de las
lágrimas unigénitas de cada dolor. El bosque parecía no tener fin, y
extenderse por kilómetros y kilómetros. Pero cuando empezaba a pensar que si
tenía que buscar allí a Richard bien podía olvidarse de volver a la realidad,
su viaje tomo un curso distinto y se encontró cara a cara con un altísimo
ejemplar de la madera más fina que había visto en su vida, pero completamente
retorcido, con ramas que se entrecruzaban entre ellas y formaban nudos
impenetrables, sin una sola hoja en toda su extensión, como el triste esqueleto
de lo que debió haber sido en una época pretérita. Lo observó con cuidado, y la emoción era tan profunda, y su nexo tan
fuerte, que sintió la tristeza con toda su intensidad. Una muerte. Un único
deceso que en mala hora vino a oscurecer la pureza de la juventud y que
marchitó dos vidas por el precio de una. Podía sentirlo no sólo por su recién
descubierta habilidad, sino porque ella misma lo había vivido, más entrada en
años, con más herramientas para enfrentarlo. Se sintió fuerte. Melancólicamente
poderosa. Superior, pero a la vez, admirada de la capacidad para salir adelante
con ese peso. Liberó una lágrima solitaria que hizo que brotara un botón de
rosa donde cayó, sin que se percatara. Comenzó a caminar, decidida, hacia
la madriguera que nacía junto a las raíces del arbóreo titán.
No
bien hubo dado un par de pasos, sintió una vez más la caída vertical, y luego
horizontal. Claro, ahora entendía. Se estaba adentrando en la mente de Richard, buscándolo en su
propio laberinto.
La mente es la manifestación inmediata de la
asociación del cuerpo astral y el cuerpo metafísico. La mente es lo que define
a una persona tanto por su esencia como por sus decisiones. Uno es lo que es, y
lo que decide ser. Para un hechicero, la mente toma una forma más o menos
concreta, generando un mundo propio, donde cada uno de los detalles que lo
componen representa uno de los misterios de la psiquis humana. La mente es
infinita en extensión y en moldura. Bien puede encontrarse una nuez que
contenga el universo completo dentro de sí, y que este universo a su vez
contenga a la nuez. No existen límites, más que los que uno mismo se impone.
Ahí radica el peligro, después de todo… ¿Quién puede salvarnos de las ataduras
que nosotros mismos nos imponemos, como un yugo sofocante, insoportable… imbatible?
Apareció
ahora sobre una extensión infinita de tierra marchita. Podía sentirlo bajo sus
dedos, que habían vuelto a tener forma y color. Desde aquí tendría que caminar.
Había cenizas y escombros por todo el lugar. Cada partícula del suelo, aquellas
que se levantaban a su paso, incluso las que se depositaban lentamente, desde
las nubes cargadas de hollín en el cielo, eran un recuerdo de alegría. Tan
extensos como los mismos elementos que los representaban. Chispazos de luz,
insignificantes, dentro un bosque enorme de penas, culpas y resentimientos.
Pese a todo, estas estaban aquí, en lo que no podía ser sino el centro de su
corazón, mientras que las demás desgracias
se encontraban fuera, en un nivel completamente distinto. Era innegable que
cargar con todo eso debía ser tremendo. Pero el recordar hasta la más ínfima de
sus letanías, podía pensar en cada una de esas cenizas como un páramo sin
dimensiones, como un mar de felicidad extraído de la última gota de su
cantimplora. Era el contraste el que le permitía seguir viviendo. Sí, sus
alegrías eran fugaces, pero las tenía todas aquí, y eran millones. Le había
costado en parte su sanidad mental, pero había sobrevivido, y sobrevivido bien.
Alice
sintió a la vez rabia, una rabia muy distante de la ira, como la de una madre
que quiere reprender a su hijo por su excesiva inocencia, y ternura. Todo este
campo desolado debío ser alguna vez un enorme castillo, hermoso y monumental. Y
las raíces del árbol en el que se ocultaba este mundo lo habían echado abajo,
antes de que hubiese armeros, infantería y caballería que pudiesen defenderlo.
Siguió
caminando, hasta que pudo distinguir un punto verde a lo lejos. El viento le
trajo las palabras por un casual milagro –no
existen las coincidencias, sólo lo inevitable-, pues de no haberlas oído,
podría haberse dedicado a vagar por el lugar sin consciencia del tiempo. Mas no
fue así, y cada sílaba resonó en su mente: “¿Alice…? ¿Alice, amor, estas
aquí…?”. Dejó que su ser fluyera, como había hecho inconscientemente en el
bosque, logrando la misma velocidad. A medida que se acercaba, la diminuta
mancha verde aumentaba de tamaño y se definía más claramente. Era un nuevo
árbol, alcanzando recién la estatura de un seto.
Junto
a él, unas cadenas enormes, pesadas en extremo y que parecían salir de la nada,
algunos metros sobre su cabeza, como si el mismo aire se condensara y formara
el pesado armatoste, sostenían un cuerpo. Estaba completamente encadenado,
amordazado y torturado más allá del pensamiento. No podía ver, mucho menos
hablar, pero seguía escuchando la misma frase una y otra vez. Esta vez la voz
era más fuerte y marcadamente preternatural: “¿Alice…? ¿Alice, amor, estas
aquí…?”
-Sí,
amor, estoy aquí.- Lágrimas caían de sus ojos, de compasión y coraje. -¿Tú qué
haces aquí?
No
recibió respuesta, no verbal al menos. Comenzó a sollozar. Era un triste
espectáculo en verdad. Esto transformó toda su empatía en rabia, la misma que
había sentido momentos atrás. Cuando habló, su voz era levemente distinta, más
etérea, más imperativa.
-¡Richard!
¡Levántate y libérate de tus miserables ataduras! ¿Es que acaso sólo piensas en
ti? ¿Por qué diablos estás aquí, amarrado como un animal o un convicto? –percibió
su pensamiento, no entendía como, pero estaba segura de que así era -¿¡Te dije
yo que te recriminaba algo!? ¡No! Ahora ponte de pie.
Algunas
amarras cedieron, y tanto la mordaza como el vendaje cayeron pesadamente al
suelo, y se desintegraron. Estaba llorando sangre. Alice se acercó y le secó
las lágrimas con el dorso de la mano.
-Amor,
vamos. Tenemos mucho aún por delante. Aún tienes que explicarme como me las
arreglé para llegar aquí- Se detuvo y sonrió picarona. –También tienes que
explicarme quien es tu amiguita Elisa antes de que me dé un ataque de celos ¿De
acuerdo?
Le
guiñó un ojo, y lo besó. Cerró los ojos, mientras se dejaba llevar por ese
beso. Era diferente, especial. Escuchó como caían objetos pesados a su
alrededor, pero ella seguía con los ojos cerrados, concentrada únicamente en
esa lengua inmaterial que recorría sus labios como una caricia llena de
gratitud. Sintió como unos brazos la tomaban, la abrazaban. La abrasaban.
Se
sintió caer una vez más. Esta vez fue aún más extraño, era como caer hacia
arriba. No de cabeza, hacia arriba. Pero ya no tenía miedo, si es que alguna
vez lo tuvo. Estaba con Richard. Había logrado llegar a lo más profundo de su
ser, y salvarlo de sí mismo. Después de eso, sólo podían venir cosas sencillas.
Así que no se sorprendió cuando abrió los ojos, y vio que estaban juntos,
sentados en la banca de la plaza, besándose.
No
querían detenerse, y dejaron que ese único beso se prolongara durante unos
deliciosos minutos. Cuando finalmente se separaron y abrieron los ojos, había
algo distinto en los ojos de Richard. Alice podía verlo, pero no lo entendía
del todo. Parecía más feliz, más seguro. Como si las cadenas de verdad hubiesen
desaparecido y se sintiera más libre y dueño de sí mismo. Se sonrieron
mutuamente, y luego comenzaron a caminar. Se estaba haciendo realmente tarde, pero
a ninguno de los dos le molestaba en ese momento. De hecho, aquel instante se
había vuelto suyo desde que se miraron y se reconocieron a pesar de todas las
cosas que habían sucedido.
Durante
casi media hora no hablaron. Se dejaron llevar por la brisa fría de la ciudad,
que no llevaba a ningún lado, y al mismo tiempo, lo recorría todo. Esa brisa
casi circular que se genera por culpa de los edificios y el cuadriculado
irregular de las calles.
-¿Qué
te parece si hacemos las preguntas “una y una”? – Alice parecía levemente
ansiosa. Había disfrutado el rato, pero quería respuestas pronto. No le gustaba
esperar por las cosas. Richard dudó un instante, pero el destello en la mirada
de la hermosa muchacha frente a sí le dijo que no era algo recriminatorio, sino
más bien, curiosidad. Como un niño que descubre su primer regalo de navidad.
-Mm…
de acuerdo
-¿Qué
hice allá atrás? Digo, cuando estabas inconsciente, yo…
-Hiciste
algo que se llama proyección.
Emitiste tu espíritu hacia mi cuerpo y lograste de alguna manera entrar en
resonancia con mi mente, tratando de regenerar la conexión con mi cuerpo,
espero.
-Entonces…
¿Cómo es eso posible? ¿Tu mente estaba dentro de tu cuerpo, pero
“desconectada”?
-Precisamente.
Veras, lo que yo hago se conoce como hechicería,
y consiste en que conscientemente extraigo mi espíritu, la conexión entre la
mente y el cuerpo, para generar efectos en el medio en que se sostiene el
espíritu, o realidad metafísica. Lo que tú hiciste se conoce como brujería, y consiste básicamente en
proyectar tú espíritu hacia el exterior sin desligarte de él, algo así como si
lo estuvieras “estirando”. En este caso, tu espíritu le permitió al mío
regenerarse.
-Déjame
ver si lo entendí bien. Acabas de llamarme “bruja”,
pero no fue un insulto, sino que un alago ¿Correcto?
Richard
no pudo evitar reír ante la seriedad con la que le había dicho eso. ¿Cómo era
posible que frente a todo lo que había sucedido, ella se sintiese remotamente
herida por que la llamara bruja?