domingo, 29 de junio de 2014

22 de Diciembre

22 de Diciembre
Hola, cielo:
             Hace mucho que no te escribía una carta. Extrañaba esta tradición nuestra, siempre me alegra el día leer una de nuestras antiguas correspondencias. ¿Sabes? Las tengo todas guardadas en la caja que pintaste para mí. Tenía muchos deseos de escribirte, desde hace bastante tiempo, pero no había podido hacerlo. No porque no tuviese tiempo (tu sabes que siempre tengo tiempo para ti), sino más bien, porque no sabía bien que decir. Creo que ya te he dicho todas las cursilerías, todas las metáforas, todos los poemas que existen, que ya no quedan palabras sin decir. Y aún así, siento que hay un sentimiento superior para el cual no existe término todavía.

             Y es qué ¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Por supuesto, yo lo sé, llevo la cuenta desde el primer día que te vi, esa tarde de enero, desde la primera vez que nos besamos ese lunes de abril, desde esa vez que por fin tuve el coraje de concretar nuestra relación en lo alto del Santa Lucía bajo el cielo nublado de mayo. Durante ese tiempo te he dicho todo lo que mi corazón me ha impulsado a decirte. “Te quiero”, “Te adoro”, “Te amo”. Y ya no basta con eso.

             ¿Recuerdas como la primera vez no supiste qué responder? Yo sí lo recuerdo. Es un recuerdo agridulce. Por supuesto, era tu primera vez enfrentándote a esa emoción, algo completamente nuevo para ti.

             ¿Recuerdas lo que yo te dije en ese momento? Yo sí lo recuerdo. Te dije que no necesitaba tu respuesta ahora, o mañana, o quizás jamás te pediría que me amaras de vuelta de la forma en la que yo te amaba a ti, de la forma en la que aún lo hago. Que quizás, algún día, te pediría una respuesta. Que ese día, y ningún otro, sería el día en que tu respuesta lo significaría todo.

             Ayer soñé con ese día. Soñé con nosotros, separados del presente por una difusa cortina de tiempo. Soñé con una playa de blancas arenas, donde el agua estaba fría pero a nosotros no nos importaba. El sol se ocultaba en el horizonte, dejándonos con esa estela anaranjada del crepúsculo que tanto cautiva y fascina a los artistas. Pero para nosotros era meramente un paisaje, secundario a la presencia de nuestra compañía mutua. Caminábamos con calma, disfrutando la brisa sobre nuestra piel. Sé que traía un traje de baño que escogiste tú, de colores sobrios y diseño alegre, lo sé porque me sentía cómodo usándolo sin polera. Tu llevabas ese bikini que encontraste hace mucho tiempo, navegando por los interminables catálogos de victoria’s secret (y sí, esa es la razón por la que te insisto en que pasemos por la tienda alguna vez, independiente de lo exorbitante de los precios. Quizás lo quiera como un talismán, un augurio de que este sueño se cumplirá), de un azul zafiro cautivador, que revela y realza tu bella figura.

             Y en el sueño, caminábamos. Caminábamos de la mano, conversando y riendo de las anécdotas pasadas. Recordando ese primer jugueteo nervioso donde en una fiesta me forzaron (sí, claro) a morder tiernamente el lóbulo de tu oreja. Esas veces donde nuestras hormonas nublaban nuestro buen juicio (sí, cielo, sobre todo las mías), esas veces donde salimos a comer y comenzó una nueva realidad. Donde ya no éramos “Tu y yo juntos” sino “Nosotros”. Ese horrible periodo cuando “Fuimos…” y el hermoso “¡Volvimos!”. Lo recordábamos todo, y alegres de que nos llevara a donde estábamos en ese instante, en ese sueño.  En ese momento me detenía, y buscaba algo en mi bolsillo, con una sonrisa.

             Desperté con esa sonrisa, pues sabía lo que había en el bolsillo, desperté apenas lo sentí entre mis dedos. Lo que había allí era esta carta, que te entrego ahora, sobre esa misma playa, vistiendo lo mismo que he soñado una y otra vez, afinando los detalles y que por fin comprendí ayer. Así, mientras lees la carta, yo extraigo otro objeto de mi otro bolsillo, y prosigo haciéndote la única pregunta a la que tu respuesta significa todo.

¿Te casarías conmigo?

N.

Grimorio (I)


...Grimorio...
Spell I: A tale of two lovers
                Despertó tranquilo. Dos palabras que jamás pensó utilizar en la misma frase y que sin embargo ahora no podía dejar de utilizar. La muchacha a su lado aún descansaba, y él se sentía en un estado de paz demasiado bueno para ser verdad. Ni siquiera el milenario castigo que lo asechaba día tras día podía hacerlo apartar la mirada de la joven de rizada cabellera que dormía abrazándolo.  Se levantó con cuidado y caminó hasta el baño. Sobre el lavabo apreció su reflejo y se sintió mejor. Aún estaba ahí la mancha al final de su mirada, así que esto no era un sueño. Podía ver el destello de una mirada muerta debajo de la vida que había crecido en ellos, como un árbol solitario que se sostiene en medio de la desolación de un pueblo masacrado. Majestuoso en verdad, pero aún así, unas ramas cubiertas de la ceniza que lo vio nacer, un brote que brilla más verde que el verde por el contraste con el gris abrasador.

                Es tabû que un adivino lea su propia fortuna, pero él no era en realidad un adivino, no veía el futuro, sólo el presente. No es pecado inspeccionar el alma propia, aunque sí es muy complejo. Pero no le importaban las consecuencias, de todos modos ya estaba condenado desde hace mucho tiempo. Cerró los ojos por un momento, y trató de preparar su mente. Era distinto del proceso de vaciar, el no quería sacar todo, sino por el contrario, intentar concentrarse en la infinidad de cosas que es imposible sacar de nuestra mente y dejar así el campo listo para la llegada de un pensamiento nuevo, que tendría la completa atención. Abrió nuevamente los ojos y se miró al espejo, concentrándose primero en su mirada. Hacía meses que no lo intentaba, así que no estaba seguro de si le gustaría lo que vería, ni siquiera si sería capaz aún de ver algo, pero tenía que intentarlo. Fijó entonces toda su atención en ese pequeño punto de luz justo al centro de la pupila izquierda, como una diminuta llama de color y vertió todo su consciente sobre el inconsciente de aquella mirada, dejó fluir su ser sobre sí mismo, sintiendo –literalmente- como era penetrado por su propia esencia y entraba en el terreno que solo unos pocos saben admirar.

                Se encontraba ahora de pie sobre un sitio eriazo, con una gruesa capa de cenizas, tal y como lo recordaba. Había algunos escombros aquí y allá. Lápices, cartas viejas, papeles, madera, tiza, todo mezclado, abandonado. Al centro de toda esta desolación, había un pequeño árbol en flor. No tendría más de un metro y a pesar de su denso follaje parecía algo sumamente reciente. Cada raíz poseía un anillo metálico, de distintos diseños, distintos recuerdos y decisiones.

                Ese lugar era su alma. Lo que quedaba de ella. Él mismo se había encargado personalmente, muchos años atrás, de dar origen a toda la capa de destrucción que se hallaba bajo sus pies, cuando decidió que nada de si mismo importaba frente al conocimiento. “Lujuria” es la palabra correcta, tenía una necesidad imperiosa de conocimiento, y vender tu alma no hacía justicia al trato que había conseguido. Pero ahora último había encontrado cosas que tenían un valor ajeno a él, cosas que no podían ser devaluadas por su tendencia autodestructiva, y eran estas cosas las que lo estaban alejando lentamente del camino de perdición que había augurado para sí.

                -¿No es hermoso, Richard?- Una muchacha apareció de la nada, como una voluta de humo que poco a poco se fue materializando. No eran nadie desconocido, era su ninfa, la querida Elisa. Era, en realidad, una pequeña parte que componía su personalidad. Sin embargo, Elisa había crecido por su cuenta y se había vuelto un ser con identidad propia. Podía incluso escapar de él durante largos periodos de tiempo, e interactuar como un espectro, invisible para cualquiera menos apto. –Es como un oasis dentro del desierto interminable de tus letanías.
               
                -Sí, supongo. Aunque me asusta un poco.
                -¿Por qué? No me digas que te sientes más vulnerable así… ¿Recuerdas la mirada que tenías cuando nos conocimos? No había nada allí, ni amor, ni odio, ni desprecio, ni sosiego. Sólo sed, hambre de todo, como si quisieras devorar el mundo con tu mirada, solo por la satisfacción de hacerlo. ¿En serio crees que era mejor así…?
                -¿Mejor? No, no lo creo. Pero si era más seguro. Ahora, cuando me miro a mi mismo, es como ver a una persona tranquila, a alguien feliz. Y ambos sabemos lo que perder esa felicidad le hace a un hombre…
                -No puedes vivir lamentándote para siempre, Richard
                -Pues no sé como dejar de hacerlo. Supongo que me he acostumbrado demasiado ¿O acaso podría Atlas caminar tranquilo si se quitara el mundo de los hombros, aún sabiendo que alguien más lo sostiene?
                -¡Deja de compararte con Dioses! No logras más que torturarte a ti mismo. ¿Quién te dijo que tenías que ser tan perfecto?
               
                No respondió. Dejó que el tiempo pasara mientras observaba como los botones del árbol en flor se abrían lentamente ante sus ojos. Tomó el más maduro de los botones y se lo llevó a los labios. Quería entregarle ese algo especial a una persona muy especial que seguramente estaría por despertar.

                Alzó entonces la vista y la fijó en el horizonte, más allá de los límites grises de su desolación. Seguía allí. Una construcción de un blanco calcáreo. Parecía construido en su totalidad por huesos, sin que el tiempo hiciera mella en ellos. Y más atrás, podía sentir como un corazón frío palpitaba, recordándole del acuerdo pactado en su tierna infancia. Suspiró.

                -Debería volver.
                -Hazlo entonces, yo no iré a ningún lado.
                -Adiós, Elisa mía.
                -Hasta pronto
               
                Cerró los ojos y se dejó caer hacia el exterior, fluyendo nuevamente, hasta sentir que la loza bajo sus pies dejaba de temblar. Recién en ese momento se encontró de frente al espejo que jamás había dejado de observar. Abrió la llave y se lanzó agua fría al rostro. Estaba pálido, pero contento. Quizás esta luz no fuera solo una ilusión, después de todo.

                Entonces sintió movimiento, pero decidió no volverse. Unas manos lo acariciaron tiernamente mientras lo envolvían en un abrazo ajustado y lo volteaban. Entonces pensó en el botón que había cortado del árbol, y lo deposito gentilmente con sus labios sobre los de la muchacha que minutos atrás descansaba sobre su pecho. Un beso más reposado y profundo que los que normalmente compartían. Un pequeño trozo de alma que no pasó inadvertida por la joven, quien inmediatamente lo acercó aún más y cerró los ojos, entregándose por completo durante ese breve periodo de tiempo. Hacía un tiempo se había enamorado de él, y aunque le costaba hacerse a la idea, instantes como ese le hacían sentir que había tomado la decisión correcta, que su corazón podía descansar en paz por las noches.

                -Te amo, Alice
                -Y yo a ti, Richard.

                Él recorrió pausadamente el rostro de Alice con sus manos, deteniéndose solo para examinar esa mirada que lo enloquecía, y la sonrisa que le devolvía su tranquilidad cuando alguna cosa lograba sacarlo de sus cabales. Se dieron la mano y caminaron juntos de vuelta a su lecho.

                Pero esto no sería un grimorio si fuese tan solo una historia de amor ¿verdad?
                Descansaron juntos durante horas, hasta que llegó el amargo momento de la despedida. Comenzaron a vestirse, el uno al otro. De alguna forma se divertían con ese pequeño juego, les recordaba cómo habían realizado el proceso inverso. Alice fue al tocador con la intención de arreglarse un poco más y verse presentable. Richard, entonces, tomó la cruz de oro que siempre traía colgando de una cadena alrededor de su cuello –excepto cuando estaba así con ella­- y la pasó por su dedo anular. Cerró los ojos, e imaginó mentalmente un mapa rústico de la ciudad. Empezó a concentrarse y al abrir los ojos, podía ver la imagen superpuesta con la alfombra de piso de la habitación. Luego se concentró en la sensación que había sentido el día anterior, justo antes de reunirse con Alice. Era una sensación desagradable, como si alguien ­–o algo­- tratara de alejarlo de allí. Pronto la cruz comenzó a oscilar, como un péndulo, luego en círculos y de repente se quedó quieta, sobre una calle a poca distancia de donde debía dejar a su novia. Tendría que pasar más tarde, no podía hacer vista gorda de algo como eso. Y aunque no era el mejor momento para ello, sabía que tenía que hacer algo más antes de que su amada terminara de arreglarse. Caminó hasta un cajón y extrajo cuatro anillos, cada uno con una forma característica y una piedra distintiva. Eran, en orden de tamaño, un dragón con ojos de rubí, un halcón en vuelo con un pecho de zafiro, una serpiente con una cola de esmeralda y alguna especie de felino, de mirada penetrante, con sus ojos formados por dos trozos largos y delgados de amatista. Se los colocó en el bolsillo trasero del pantalón al tiempo que cerraba el cajón. Justo a tiempo para quedar de frente a una ya compuesta Alice, que le sonreía con coquetería.

                Le sonrió de vuelta, y le ofreció su brazo, para que caminaran fuera del departamento. Siguieron así hasta llegar a la esquina donde debían despedirse. Estuvieron abrazados y besándose largo rato, cautivados cada cierto tiempo por el brillo en la mirada del otro. Finalmente se separaron y con un último beso de entrega, comenzaron a caminar en direcciones opuestas.

                Nadie se atrevería a dudar de sus sentimientos, no con la pasión que no se molestaban en ocultar en cada uno de sus movimientos, de sus caricias y sus miradas. Sin embargo, nadie habría pensado que el joven que caminaba ahora de espaldas a la muchacha fuera capaz de sentir algo en absoluto. Tenía la mirada como clavada en algo que iba más allá de esta realidad, sin apartar jamás la vista. Parecía que una nube ocultara toda chispa de vida dentro de esos ojos tristes y melancólicos, que parecían saberlo todo y arrepentirse de ello. Tomó con cuidado los anillos y se los colocó uno a uno. El dragón rubí en el índice izquierdo, el halcón zafiro en el anular derecho, la serpiente esmeralda en el anular izquierdo y el felino amatista en el índice derecho, en ese orden. Formó unas figuras extrañas con las manos, cambiando rápidamente de una a otra, luego cerró los puños, a ambos lados de su cuerpo, y las extendió violentamente.
                Lo que sucedió a continuación no puede ser descrito del todo para aquellos no instruidos en las artes ocultas, pero quizás una brevísima explicación pueda ayudar a que se hagan una idea. La tan vulgarmente llamada “magia” consiste más que nada en trucos e ilusiones. Pero la verdadera Magia consiste en la forma de canalizar el poder del espíritu propio. Existen tres cuerpos claves, uno físico, uno metafísico, y uno astral. El cuerpo físico es ese con el que convivimos, el que nos permite tocarnos, vernos e interactuar con el mundo mortal. El cuerpo astral es nuestra esencia, lo que somos en realidad, nuestra personalidad o mente, si se prefiere. Finalmente, el cuerpo metafísico, es el espíritu que ejerce la unión entre ambos. Si cualquiera de estos cuerpos se ve afectado, altera el equilibrio y se produce una tensión desfavorable. La Magia entonces, consiste en inducir esta tensión y aprovechar al máximo la necesidad de los cuerpos y del entorno de mantener este equilibrio. Es, más que una técnica, un Arte. Como tal, toda regla o explicación carece de sentido y, sin embargo, este es el principio sobre el que trabaja irrefutablemente.

                Se liberaron entonces diminutas e imperceptibles hebras de un tono caoba, alternado con dorado, que comenzaron a expandirse hasta cubrir por completo al joven hechicero. Sus piernas se sintieron entonces más ligeras, y apuró el paso. Se veía, de hecho, bastante gracioso, pues sus pies apenas si tocaban el suelo, y la caminata era de movimientos largos, rápidos y rígidos. –Antiguamente le llamaban “Caminar sobre el viento”. Y claro, es difícil caminar sobre éste sin que te arrastre a su voluntad, se necesita una determinación férrea y un tanto de fuerza física.- Aunque a nadie parecía importarle, era como si sencillamente no pudiesen ver a través de las ondulantes fibras coloreadas.

                 No tardó en llegar a su destino. Era una vieja basílica abandonada a su suerte. El terreno había cedido levemente, y las columnas y arcos amenazaban con caer desde el terremoto del ’85. El último remezón solo había empeorado la situación. La entrada estaba prohibida, y un decrépito letrero advertía del peligro y de un posible proyecto de reconstrucción. Ése era el lugar, no había duda, podía sentir como la atmosfera se volvía pesada de repente, y podía sentir el movimiento etéreo del lugar.

                No se dedicaba a vagar por estos antros espirituales por simple ocio, ni siquiera con un afán bienhechor para proteger a la población aledaña. Lo hacía por el poder. Debía consumir esas almas en pena y utilizarlas para fines… poco elegantes –El fin justifica los medios-.

                Saltó la reja, ayudado una vez más por las fibras que pululaban a su alrededor, cual aura maléfica, y se adentró en el recinto, cuidando de no tocar nada. Una vez dentro, volvió a realizar un movimiento violento con las manos y las fibras se disiparon. Estaba oscuro en el interior. Alzó entonces su mano derecha y comenzó a pronunciar palabras con su mente, que resonaron en la nave vacía como si las hubiese dicho en voz alta, con un tono grave y tranquilo: “Altísimo señor de los cielos, amo de las sierras, cazador de las planicies, déjame ver, déjame oír ¡déjame ser!”. El zafiro se iluminó, y los ojos de Richard se tornaron de un azul profundo, como el cielo.

                La habitación era perfectamente visible ahora. Seguía estando en una oscuridad casi absoluta, pero aún así podía percibir todas las formas y relieves. Más aún, podía ver el plano astral que se tejía, como una telaraña gigante, sobre el altar. Caminó decidido, seguro de que mientras más se acercara, más probable era que apareciera el espíritu reinante del lugar. Las bancas se hallaban rotas o cubiertas de polvo. El cielo de estuco se había desprendido en numerosas zonas, algunas tan enormes como los escombros de los santos destruidos. Aquí y allá había sacos repletos de huevos fantasmagóricos, con diminutas criaturas que miraban con una infinidad de ojos y seguían el movimiento de cada una de sus pisadas. El sagrario se había abierto y caído. Un copón chapado en oro estaba abollado en una esquina. Las hostias se habían posicionado estratégicamente a lo largo de la telaraña central. Estas parecían darle consistencia a la misma y ser la piedra angular de la construcción. Podía de hecho ver como fluía la energía desde ellas y se extendía por los hilos, gruesos como un roble cada uno.

                A pocos pasos del altar le salió al encuentro una lluvia de un líquido viscoso. Lo esquivó de un salto, y miró a la gigantesca araña semitransparente que salía desde lo que debía haber sido la sacristía. Lanzó un bufido exasperado, mientras la mezcla que había arrojado desde su vientre disolvía parte de la loza del piso y se volvía una sustancia densa, como las redes que colgaban por doquier. La abominación mostró sus colmillos y levantó sus patas delanteras, amenazante. Allí, justo sobre la boca, y medio oculto tras los diez ojos cristalinos, se hallaba la triste figura de un sacerdote ya entrado en años, completamente deformado por el desarrollo de su odio. ¿Cuánto tiempo habría sobrevivido alimentándose de la fe de los feligreses? ¿Cuán hambriento estaría después de casi tres decenios esperando por un nuevo bocadillo? A juzgar por su transparencia, por su actitud insensata y la ausencia de cadáveres, Richard suponía que desde que la basílica se clausuró, nadie más había entrado, o el espíritu no era tan fuerte durante esos primeros meses, por lo que no se había alimentado más que de esas hostias todo este tiempo. Estaba famélico. Sería inútil tratar de razonar con él, aún si se lo propusiese en serio. Pero él tenía sus propias necesidades, y esos huevos, que solo esperaban la disponibilidad de alimento para eclosionar serían un manjar delicioso. Se decidió en un momento.

                Alzó su mano izquierda tan alta como pudo, y mientras el monstruo se le venía encima, murmuró en voz baja unas palabras ininteligibles. ­Un rayo ámbar estalló en medio de ambos, y el espíritu cayó muerto. Sí, los fantasmas pueden morir, aunque no se trata precisamente de una tarea fácil.

Las palabras encierran poder, y cada palabra recuerda las emociones, intenciones y fuerzas de aquellos que las utilizan. Idiomas antiguos y ampliamente divulgados terminan por volverse particularmente poderosos. Lenguas muertas de civilizaciones sabias se comunican entre ellas, fortaleciéndose mutuamente sin la necesidad de un hablante. Quizás estas excepciones sean las únicas capaces de separar efectivamente un alma en pena del nutritivo espíritu que las ata al mundo.

                Todos los huevos entonces se abrieron, y billones de pequeños insectos carentes por completo de cuerpo astral comenzaron a devorar la energía de su padre, ignorando por completo al desconocido que les había proporcionado tan valioso alimento. Gran error.

                El hechicero estiró nuevamente su mano izquierda, esta vez hacia ellos, y comenzó a hablar: “Poderoso capitán de las fuerzas del infierno, Maestro de maestros, triste esclavo de los sabios, prepara tus armas, respira profundo y comparte tu eterno lamento con aquellos que se opongan en mi camino”. Los ojos de rubí del dragón brillaron e inmediato, y la iglesia entera se llenó de un fuego hermoso y abrasador. No atacaba nada físico, pues pasaba sobre madera, cemento, loza y estuco como si no fuese más que aire, pero los insectos sufrían, chillaban y se retorcían.

                Entonces Richard comenzó a reír por lo bajo. La cruz de oro se levantó a si misma desde su pecho, dejando la cadena lo más tirante posible sin herirlo, y se colocó de frente a las sufrientes criaturas. El ícono se transfiguró, y se volvió más parecido a un Ank, con un siniestro ojo consistente en una rendija vertical de llamas dentro del arco superior, con unas alas huesudas, de piel oscura, que nacían tras de ella. Comenzó a devorar a los caídos con su mirar. La risa se hizo más estridente. Pronto no quedó más que llamas, lamentos, y una carcajada diabólica que retumbaba contra las paredes vacías de la construcción, que empezaba a venirse abajo.

                Las hostias yacían olvidadas en un rincón. Una pequeña brisa se las llevó como polvo en el viento.

“Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem revertís”.

                La cruz recuperó entonces su forma y volvió a su posición, sobre el pecho del Joven. La estructura se venía abajo, pero nada de eso le importaba, había obtenido una buena cosecha. Quizás sería suficiente como para mantenerse a sí mismo a raya durante unos seis meses, o más. Aunque si seguía usando sus habilidades tan frecuentemente como lo estaba haciendo últimamente, quizás solo le durara un par de semanas. Que precaria existencia para un ser tan poderoso, se decía. Entonces se percató de que estaba siendo observado. Se volteó, con los ojos de un carmesí intenso, dispuesto a utilizar el mismo encantamiento que había utilizado contra los insectos. Y se encontró de frente con la mirada estupefacta de Alice, bajo el dintel de la puerta principal, por donde él había ingresado. Se quedó helado. Sencillamente no podía moverse, a pesar de que todo su cuerpo le indicaba que estaba en peligro, que debía apartarse de allí y ponerse a resguardo, la basílica colapsaría sobre sí misma, pero una nube de escombros puede ser tan dañina como una viga de concreto completa.

                Cerró los ojos, e hizo lo posible por controlarse. Por no huir. Le dijo que no le mentiría, y ¡Diablos! ¿¡A quién se le ocurre prometer algo así!?

                Extendió rápidamente sus palmas y reaparecieron las fibras, esta vez de un fino color plateado. De un salto alcanzó el dintel. Alzó a la muchacha en vilo, y se alejó varias cuadras con sólo un par de pasos. Llegó a una diminuta plaza olvidada y depositó a Alice, aún impresionada hasta quedar muda, en una banca. Se desplomó allí, ante la mirada de asombro de su novia.

                Es la magia un arte, y como tal entraña un peligro profundo cuando las emociones se sobreponen a las sensaciones. Así como toda una pintura puede arruinarse por un exceso de color en el detalle amado de un retrato, toda la concentración necesaria para doblar los cuerpos y aprovechar su energía se ve alterada y frustrada cuando las emociones del astro tratan de sobreponerse a las órdenes del metafísico, y ambos pelean independientemente por usar el físico. Un cuerpo no está diseñado para albergar un alma sin espíritu, y esta tensión produce fuertes efectos adversos. Un hechicero jamás debe dejar que sus emociones guíen sus acciones. En este sentido, y sólo éste, la Magia se parece más a la ciencia que al arte puro.

                Podía percibirlo. Lo veía y no lo creía. Alice veía como una especie de neblina emergía de la espalda de su amado, ese que no podía reconocer dentro del abandonado edificio, y se aglutinaba, tomando la forma de una mujer de largos cabellos negros y lisos, cortados rápida y bruscamente a la altura de sus hombros, que le gritaba y trataba de despertarlo. Pero ella no podía oírla. No hasta que la miró de frente, y le grito: “¡Espabila! ¿¡Quieres!? ¡Si no logramos despertarlo pronto nunca lo hará!”. Entonces reaccionó lo mejor que pudo.
                -¿¡Quién eres!?
                -¿Importa? Espera… ¿¡Puedes verme!?
                -Claro que sí
                -Pero no sabes que soy
                -No…
                -No importa, tendrá que bastar.- Entonces Elisa, porque ella era quien se había materializado, por su propia fuerza, se le acercó rápidamente e introdujo su mano en el pecho de una aterrada Alice. Sintió como algo se removía en su interior, algo tan íntimo que no tenía palabras para describirlo. Sintió como era extraído fuera de su propio cuerpo, y se percibió como una masa deforme, que tendía a ser esférica, emitiendo su propia luz.
                -Recuerda tu forma- Escuchó que le decía la chica que había surgido de la espalda de su novio. Cosas ¿No? -¡Rápido!
               
                Se esforzó en crear una imagen mental de sí misma, de como se había visto en el espejo esa mañana, antes de salir, cuando su madre le dijo que debía llevar otro bolso, porque el que tenía no combinaba para nada. Se encontró a sí misma, de pie, junto a su amado, en el más absoluto estado de perplejidad.

                -Yo sé que lo amas… -La aparición de mujer tenía lágrimas en los ojos. –depende de ti ahora. Por favor, sálvalo.
                -¿Cómo? ¿Qué es lo que tengo que hacer?
                -Encuéntralo, y dile que lo necesitas de este lado. – Le tendió la mano. Dudó durante unos instantes, y luego correspondió el saludo. Sintió –percibió, más bien- parte de los recuerdos de la mujer, Elisa se llamaba, lo sabía ahora. Entendió quien era. Captó un esbozo de lo que debía hacer. Se acercó a Richard, cerró sus ojos, y se dejó caer, hasta pasar más allá del cuerpo de su amado. Se sentía como cayendo por un pozo infinito. Se sintió claustrofóbica, como si a su alrededor comenzaran a cerrarse unas paredes invisibles, que trataban de aplastarla o devolverla al exterior. Pero no percibía ninguna intención de hacer daño. No podía saber cómo podía decirlo con tanta certeza, ni por qué sabía que esto no era normal, que cualquier otro que intentase lo que ella quería hacer ahora, habría encontrado mayor resistencia. Pero lo que ella presentaba  no era más que el rechazo normal de un espíritu frente a un alma ajena.

                La gran diferencia entre un brujo y un hechicero consiste en que el primero genera tensión al extender su espíritu más allá de su cuerpo, produciendo efectos en objetos, tales como telequinesis –espíritu propio o ajeno que impulsa materia-, telepatía –sincronización de dos espíritus-, profecía –extensión del espíritu atemporal fuera del presente y de vuelta- y fortuna –Extensión del aura para amortiguar cambios bruscos-. En cambio, los hechiceros aprovechan la energía liberada al suprimir su espíritu y conectar directamente su cuerpo astral con su cuerpo físico, generando una cantidad altísima de energía, pero que sólo afecta a nivel de cuerpos metafísicos. Así, Alice demostró ser una gran bruja si siquiera entender todos estos conceptos, pues fue capaz de sincronizarse con el espíritu disminuido y traumatizado de un hechicero de altísimo nivel, incluso estando este perdido dentro de su propia alma.

                De pronto dejo de caer verticalmente, una sensación aún más extraña, como si cayera horizontalmente, se apoderó de ella. Evidentemente, no se podía caer hacia adelante, así que se decidió a separar sus párpados y enfrentarse a lo desconocido.

                Avanzaba a toda velocidad a través de un bosque frondoso, de árboles retorcido y hojas oscuras. No tenía pies, pero podía ver como sus pisadas se marcaban en la tierra húmeda. Se sentía de lo mejor, pese a lo tenebroso del paraje. Sabía a la perfección lo que decía cada hoja, cada susurro del viento, con solo posar la mirada. La tristeza del primer fracaso escolar, la primera reprimenda, el primer castigo, la expulsión –temporal- del hogar, grito de tristeza, grito de desesperación, golpe, corte, punción, lágrima… lágrimas, un árbol completo de hojas de cristal, para cada una de las lágrimas unigénitas de cada dolor. El bosque parecía no tener fin, y extenderse por kilómetros y kilómetros. Pero cuando empezaba a pensar que si tenía que buscar allí a Richard bien podía olvidarse de volver a la realidad, su viaje tomo un curso distinto y se encontró cara a cara con un altísimo ejemplar de la madera más fina que había visto en su vida, pero completamente retorcido, con ramas que se entrecruzaban entre ellas y formaban nudos impenetrables, sin una sola hoja en toda su extensión, como el triste esqueleto de lo que debió haber sido en una época pretérita. Lo observó con cuidado, y la emoción era tan profunda, y su nexo tan fuerte, que sintió la tristeza con toda su intensidad. Una muerte. Un único deceso que en mala hora vino a oscurecer la pureza de la juventud y que marchitó dos vidas por el precio de una. Podía sentirlo no sólo por su recién descubierta habilidad, sino porque ella misma lo había vivido, más entrada en años, con más herramientas para enfrentarlo. Se sintió fuerte. Melancólicamente poderosa. Superior, pero a la vez, admirada de la capacidad para salir adelante con ese peso. Liberó una lágrima solitaria que hizo que brotara un botón de rosa donde cayó, sin que se percatara. Comenzó a caminar, decidida, hacia la madriguera que nacía junto a las raíces del arbóreo titán.

                No bien hubo dado un par de pasos, sintió una vez más la caída vertical, y luego horizontal. Claro, ahora entendía. Se estaba adentrando en la mente de Richard, buscándolo en su propio laberinto.
                La mente es la manifestación inmediata de la asociación del cuerpo astral y el cuerpo metafísico. La mente es lo que define a una persona tanto por su esencia como por sus decisiones. Uno es lo que es, y lo que decide ser. Para un hechicero, la mente toma una forma más o menos concreta, generando un mundo propio, donde cada uno de los detalles que lo componen representa uno de los misterios de la psiquis humana. La mente es infinita en extensión y en moldura. Bien puede encontrarse una nuez que contenga el universo completo dentro de sí, y que este universo a su vez contenga a la nuez. No existen límites, más que los que uno mismo se impone. Ahí radica el peligro, después de todo… ¿Quién puede salvarnos de las ataduras que nosotros mismos nos imponemos, como un yugo sofocante, insoportable… imbatible?

                Apareció ahora sobre una extensión infinita de tierra marchita. Podía sentirlo bajo sus dedos, que habían vuelto a tener forma y color. Desde aquí tendría que caminar. Había cenizas y escombros por todo el lugar. Cada partícula del suelo, aquellas que se levantaban a su paso, incluso las que se depositaban lentamente, desde las nubes cargadas de hollín en el cielo, eran un recuerdo de alegría. Tan extensos como los mismos elementos que los representaban. Chispazos de luz, insignificantes, dentro un bosque enorme de penas, culpas y resentimientos. Pese a todo, estas estaban aquí, en lo que no podía ser sino el centro de su corazón, mientras que las demás desgracias se encontraban fuera, en un nivel completamente distinto. Era innegable que cargar con todo eso debía ser tremendo. Pero el recordar hasta la más ínfima de sus letanías, podía pensar en cada una de esas cenizas como un páramo sin dimensiones, como un mar de felicidad extraído de la última gota de su cantimplora. Era el contraste el que le permitía seguir viviendo. Sí, sus alegrías eran fugaces, pero las tenía todas aquí, y eran millones. Le había costado en parte su sanidad mental, pero había sobrevivido, y sobrevivido bien.

                Alice sintió a la vez rabia, una rabia muy distante de la ira, como la de una madre que quiere reprender a su hijo por su excesiva inocencia, y ternura. Todo este campo desolado debío ser alguna vez un enorme castillo, hermoso y monumental. Y las raíces del árbol en el que se ocultaba este mundo lo habían echado abajo, antes de que hubiese armeros, infantería y caballería que pudiesen defenderlo.

                Siguió caminando, hasta que pudo distinguir un punto verde a lo lejos. El viento le trajo las palabras por un casual milagro ­–no existen las coincidencias, sólo lo inevitable-, pues de no haberlas oído, podría haberse dedicado a vagar por el lugar sin consciencia del tiempo. Mas no fue así, y cada sílaba resonó en su mente: “¿Alice…? ¿Alice, amor, estas aquí…?”. Dejó que su ser fluyera, como había hecho inconscientemente en el bosque, logrando la misma velocidad. A medida que se acercaba, la diminuta mancha verde aumentaba de tamaño y se definía más claramente. Era un nuevo árbol, alcanzando recién la estatura de un seto.
                Junto a él, unas cadenas enormes, pesadas en extremo y que parecían salir de la nada, algunos metros sobre su cabeza, como si el mismo aire se condensara y formara el pesado armatoste, sostenían un cuerpo. Estaba completamente encadenado, amordazado y torturado más allá del pensamiento. No podía ver, mucho menos hablar, pero seguía escuchando la misma frase una y otra vez. Esta vez la voz era más fuerte y marcadamente preternatural: “¿Alice…? ¿Alice, amor, estas aquí…?”

                -Sí, amor, estoy aquí.- Lágrimas caían de sus ojos, de compasión y coraje. -¿Tú qué haces aquí?

                No recibió respuesta, no verbal al menos. Comenzó a sollozar. Era un triste espectáculo en verdad. Esto transformó toda su empatía en rabia, la misma que había sentido momentos atrás. Cuando habló, su voz era levemente distinta, más etérea, más imperativa.

                -¡Richard! ¡Levántate y libérate de tus miserables ataduras! ¿Es que acaso sólo piensas en ti? ¿Por qué diablos estás aquí, amarrado como un animal o un convicto? –percibió su pensamiento, no entendía como, pero estaba segura de que así era -¿¡Te dije yo que te recriminaba algo!? ¡No! Ahora ponte de pie.

                Algunas amarras cedieron, y tanto la mordaza como el vendaje cayeron pesadamente al suelo, y se desintegraron. Estaba llorando sangre. Alice se acercó y le secó las lágrimas con el dorso de la mano.

                -Amor, vamos. Tenemos mucho aún por delante. Aún tienes que explicarme como me las arreglé para llegar aquí- Se detuvo y sonrió picarona. –También tienes que explicarme quien es tu amiguita Elisa antes de que me dé un ataque de celos ¿De acuerdo?

                Le guiñó un ojo, y lo besó. Cerró los ojos, mientras se dejaba llevar por ese beso. Era diferente, especial. Escuchó como caían objetos pesados a su alrededor, pero ella seguía con los ojos cerrados, concentrada únicamente en esa lengua inmaterial que recorría sus labios como una caricia llena de gratitud. Sintió como unos brazos la tomaban, la abrazaban. La abrasaban.

                Se sintió caer una vez más. Esta vez fue aún más extraño, era como caer hacia arriba. No de cabeza, hacia arriba. Pero ya no tenía miedo, si es que alguna vez lo tuvo. Estaba con Richard. Había logrado llegar a lo más profundo de su ser, y salvarlo de sí mismo. Después de eso, sólo podían venir cosas sencillas. Así que no se sorprendió cuando abrió los ojos, y vio que estaban juntos, sentados en la banca de la plaza, besándose.
                No querían detenerse, y dejaron que ese único beso se prolongara durante unos deliciosos minutos. Cuando finalmente se separaron y abrieron los ojos, había algo distinto en los ojos de Richard. Alice podía verlo, pero no lo entendía del todo. Parecía más feliz, más seguro. Como si las cadenas de verdad hubiesen desaparecido y se sintiera más libre y dueño de sí mismo. Se sonrieron mutuamente, y luego comenzaron a caminar. Se estaba haciendo realmente tarde, pero a ninguno de los dos le molestaba en ese momento. De hecho, aquel instante se había vuelto suyo desde que se miraron y se reconocieron a pesar de todas las cosas que habían sucedido.

                Durante casi media hora no hablaron. Se dejaron llevar por la brisa fría de la ciudad, que no llevaba a ningún lado, y al mismo tiempo, lo recorría todo. Esa brisa casi circular que se genera por culpa de los edificios y el cuadriculado irregular de las calles.

                -¿Qué te parece si hacemos las preguntas “una y una”? – Alice parecía levemente ansiosa. Había disfrutado el rato, pero quería respuestas pronto. No le gustaba esperar por las cosas. Richard dudó un instante, pero el destello en la mirada de la hermosa muchacha frente a sí le dijo que no era algo recriminatorio, sino más bien, curiosidad. Como un niño que descubre su primer regalo de navidad.

                -Mm… de acuerdo
                -¿Qué hice allá atrás? Digo, cuando estabas inconsciente, yo…
                -Hiciste algo que se llama proyección. Emitiste tu espíritu hacia mi cuerpo y lograste de alguna manera entrar en resonancia con mi mente, tratando de regenerar la conexión con mi cuerpo, espero.
                -Entonces… ¿Cómo es eso posible? ¿Tu mente estaba dentro de tu cuerpo, pero “desconectada”?
                -Precisamente. Veras, lo que yo hago se conoce como hechicería, y consiste en que conscientemente extraigo mi espíritu, la conexión entre la mente y el cuerpo, para generar efectos en el medio en que se sostiene el espíritu, o realidad metafísica. Lo que tú hiciste se conoce como brujería, y consiste básicamente en proyectar tú espíritu hacia el exterior sin desligarte de él, algo así como si lo estuvieras “estirando”. En este caso, tu espíritu le permitió al mío regenerarse.
                -Déjame ver si lo entendí bien. Acabas de llamarme “bruja”, pero no fue un insulto, sino que un alago ¿Correcto?
               

                Richard no pudo evitar reír ante la seriedad con la que le había dicho eso. ¿Cómo era posible que frente a todo lo que había sucedido, ella se sintiese remotamente herida por que la llamara bruja?

Mi flor de higuera


...Mi flor de Higuera...
“Don’t touch me!
I cannot stand the way you tease”
-Tainted Love, Scorpions

             -¿Sabes? Llevo mucho tiempo pensándolo. Y de verdad no lo entiendo. Lo intenté todo, dejé mi ser  y mi esencia para que me aceptaras de vuelta. Esperé impaciente, día a día. “Quizás para nuestro aniversario se arrepienta” me decía. Pero no, nunca sucedió. Tu seguías insistiendo estoicamente en que lo que querías era otra cosa. Que yo ya no era tu príncipe azul y que no te daba lo que necesitabas. Y te pregunto yo ¿Si no te doy lo que necesitas por qué no me dejas tomar mis cosas y partir?

              ¿Por qué no puedes decidir entre atarme a ti o dejarme partir? Van dos meses desde que te dije esas palabras. Dos meses en los que me negaste la palabra y me trataste como a un patán. Dos meses donde te dedicaste a inyectar nitrógeno líquido en mi corazón, como con las verrugas, para matarla de a poco, para extirparla y decir “ya está, ahora no volverá a salir”. Y yo podía ver, así como uno ve en los ojos de un niño el deseo inocente que siente hacia el juguete nuevo, tu corazón pidiéndome a gritos que fuese a consolarlo. Pero tu cerebro le decía otra cosa a tus filosas acciones y palabras.

             Ahora camino, en medio de la nada, acercándome con cada paso hacia un nevado que jamás ha visto la mano del hombre civilizado. Sólo aventureros vienen aquí. Sólo gente que sabe lo que quiere encontrar. La nieve cubre el páramo y llueve con fuerza. Pero sigo caminando, con mi mochila a cuestas. Mi ropa completamente empapada, raída por el viaje, una delgada pared de género. La parca, los chalecos y los calcetines secos están debajo del impermeable que cubre la mochila, esperando a que amaine la tormenta o que nos instalemos por unas horas. El reloj decía mediodía, pero bien podía estar desfasado por unas buenas 12 horas. Aún quedaban otras cuatro para llegar al punto acordado.

             En esas circunstancias mi corazón pesaba menos que la suma de todos mis bultos, lo cual daba una extraña sensación de ligereza que me permitía seguir caminando. Me había liberado de una carga, de un lastre, un amor no correspondido como debía ser, y eso me daba fuerzas.

No era que no nos amaramos, era que amábamos de forma demasiado diferente.

              Llegamos a la quebrada más impresionante de mi vida justo cuando la tormeta se disipaba y podíamos ver las últimas luces tocar el costado poniente de la meseta, coronada por la blanca ventisca. Levantamos el campamento lo más rápido que pudimos y encendimos un buen fuego con la madera que traíamos con nosotros. Nos recostamos muy cerca los unos de los otros en el interior de la carpa y dormimos hasta que recuperamos todas nuestras energías. Despertamos durante la madrugada y vimos como se mantenía imponente, sobre nosotros la luna llena. Entonces decidí que era el momento.


             Tomé mi daga de plata y acuchillé mi corazón. No calló una sola gota. Así llegó el 24 de Junio, sin pena ni gloria.

Quiero decir en mi defensa

Quiero decir en mi defensa
que no he dejado de escribir
he dejado de publicar

deje de amar lo que decía
deje de describir lo que amaba
deje de desear lo que leía

Pero Ahora vuelvo
conmigo me traigo a mi mismo.
Alegre me revuelvo
y me expongo al abismo

Pues un Autor no es nada si no escribe
no escribe si no publica
Y no publica si no sabe
que por alguien será leído

sábado, 10 de agosto de 2013

Tinta


...Tinta...
 

                Desperté cuando la luna ya se asomaba por el sombrío firmamento. EL aire frío ululaba a través de la grieta del cristal de mi ventana. Me maldigo a mi misma mentalmente por no haber insistido en la reparación de este desperfecto antes, mas no por el frío que penetra y escarcha y congela el rocío sobre las flores en el aparador, sino por el ruido. Ese sonido al que me creía acostumbrada. Pero hoy, en esta fatídica noche, me enerva de sobremanera. Siento como los pequeños cabellos de todo mi cuerpo se erizan uno a uno mientras asesino al ente invisible con la mirada.


                Desperté cuando las nubes de la duda se disipaban en mis sueños, cuando el ambiente pasaba de incertidumbre al horror de la certeza en mi primera pesadilla en largo tiempo. Soñé contigo otra vez. Irónicamente se coló tu memoria en la forma de Ligeia, con tu belleza singular, y sin embargo, plácida, arruinando para siempre lo más preciado por mi alma inmortal.


                Desperté cuando el ardor y la sequedad alcanzaban su cúspide, cuando mi cuerpo me decía que no podría abstenerme más. Podía sentir como si me crecieran colmillos que no podía contener dentro de unos labios que se torcían en una sonrisa sombría y lúgubre. Tenía ser de sangre, de esa sangre fresca y oscura, palpitante, que me renueva. Ganas de desparramarla por doquier, causando un magnífico desastre.


                Desperté a mi compañero, a mi pareja, a mi padre, esposo e hijo, todo en un solo individuo. Lo desperté cuando la luna ya se asomaba por el sombrío firmamento, cuando las nubes del sopor se disipaban de sus sueños, cuando una sed similar se apoderaba de él. Dejé que me tomara con sus fuertes manos, que explorara mi cuerpo, extasiada. Me colocó suave pero firme contra la mesa y con ese fascinante implemento suyo, comenzó a sangrar. Sangrar para mí. Sangrar con ese elixir negro, salpicando todo mi cuerpo hasta que ambos quedamos rendidos, satisfechos. Él con su obra, y yo con su alma corriendo por mis páginas.