sábado, 17 de septiembre de 2011

Insomnia



...Insomnia...

Historia de cómo perdí a mi musa,

Y las penurias que le sucedieron.

Van ya casi ocho meses desde que no sentía esta poderosa sensación de tener que expresar algo, de tener que vomitar información, de tener que narrarle a alguien lo que pasa por la infinitud de mundos en mi cabeza. Recuerdo con claridad la última vez. Fue en enero, cuando por fin logre deshacerme del duende que se comía mis neuronas.

Aún no logro que me perdone, pero yo sé que mi querida Elisa sigue observando, cuidándome aunque yo ya no pueda verla. Anhelo desesperadamente sus tibios brazos, su mirada fría e indolente, pero cargada de cariño. Extraño los abrazos de sus magníficas alas negras… Pero cuando uno hace enfadar a su musa, es muy difícil convencerla de que vuelva.

Si, me habían dicho que de tanto en tanto es difícil seguir mi línea de pensamiento. Bueno, trataré de depurarla un poco.

Hace siete meses, 3 días y unas cuantas horas –sí, lo seguiré repitiendo- me percaté concretamente de que Ella ya no estaba a mi lado. Pensaba que simplemente se había dado un respiro de mí, pero resulta que cuando la buscaba, cuando la llamaba, ya no acudía. Me preocupe. Luego, le di un poco menos de importancia. Para terminar con un brote de pánico absoluto hace algunos días, motivo por el cual escribo ahora, para dar a conocer la historia de cómo las historias abandonaron mi imaginación. Esta es la historia de cómo un escritor perdió su creatividad y musa, y de cómo trata de recuperarla.

Los hechos comenzaron a sucederse a partir de 14 meses atrás. Pero para que entiendan de verdad la historia que yo y Elisa compartimos, es necesario remontarse mucho más tiempo. Hace casi nueve años, cuando un pequeño niño, y el vació existencial dejado por su abuela al fallecer se fue llenando lentamente con una figura maternal idealizada, que no tenía ninguna relación con la persona que ostentaba el cargo.

Fue por ese periodo, quizás desde un poco antes, que las letras comenzaban a fascinar al muchacho, quien por ese entonces le procuraba rudimentarias cartas de amor a una muchacha un año mayor que él que vivía a la vuelta de su casa. Ya por ese entonces, se sabía diferente del promedio de la juventud. Una sinestesia insipiente comenzaba a colarse en su inconsciencia, brindándole una perspectiva de mundo considerablemente diferente de la usual.

No pasó mucho tiempo hasta que sus imaginaciones se volvieron completamente reales para él. No en el sentido esquizoide de la palabra, sino más bien en un sentido de realidad expresionista, una búsqueda de la verdad trascendental. Pero para él, aquello que podía crear con su mente era real, aunque fuera por unos segundos. Yo mismo soy una de sus invención.

Palacios repletos de sirvientes, que adoraban a un rey, que a su vez adoraba a su reina. Pero esta sólo quería huir. Pequeños niños perdidos en un castillo que daba a un jardín que daba a otros mundos. Historias sobre historias que se contaban en noche de brujas. Fantasmas. Duendes. Monstruos, con y sin corbata. Nada escapaba a su ávida imaginación, y todo quedaba allí, aprisionado en una cavidad demasiado pequeña para retenerlo todo.

Allí comenzó de verdad a escribir. Y con ello, inevitablemente, comenzó a crear nuevas formas de su ser. La inocencia se dividió inicialmente en 9 trozos: niñez, juventud, deseo, cariño, ira, sabiduría, carisma, paciencia y fe.

No todas lograron sobrevivir la escisión. Pero quienes lo hicieron encendieron la chispa de la pluma.

Escribir es como mirar al sol. Al principio tienes dudas. Después, no puedes parar, sino hasta que el dolor te supera. Y es que escribir duele, porque te arranca un pedazo de tu alma, y lo multiplica. Trozos que quedaron relegados a la memoria de un infante y, quizás, sólo quizás, a su confidente.

Creció el niño, y conoció personas que lo ayudaron en su travesía. Que le enseñaron la diferencia entre el punto, y el punto con cola. Entre el punto solito, y acompañado.

¿Cómo iba a saber él que su mayor desafío sería cuando quisiera dar forma a su imaginación, como algo tangible y asequible?

Fue una mañana fría, en la capilla del colegio. Todos estaban rezando, y él se sentía sólo. Había discutido con su madre. En la oración, habían pedido por los fallecidos, y el recuerdo de su abuela lo abofeteó. Cerró los ojos, y le pidió, no a Dios, sino a la figura que en su imaginación –realidad- lo representaba, que le enviara alguien para no sentirse más así. Unos brazos entonces le rodearon el cuello desde la banca vacía a su espalda. Vio las largas alas, blancas por el brillo, tornarse un negro lustroso, y escuchó su voz por primera vez, susurrándole su nombre. Elisa.

En cuanto pronunció esta sencilla palabra, todo se aclaró para él. De donde venía, por que se llamaba así, sus alas, su voz, su vida. Todo revelado ante él, dejándole sólo una opción al respecto: escribir.

Así, hace cinco años, un muchacho de más o menos 12 años abrazó a su musa divina, y comenzó una travesía en su fuero interno.

No fue sino hasta tres años después que conoció un obstáculo para este fragmento incuestionable de sí mismo. Dentro de ese tiempo, el muchacho –ya no niño, nunca más- comenzó a enamorarse secretamente de su inspiración, y la insomnia sempiterna ya no le molestaba. Ahora tenía alguien con quien compartirla.

Pero conoció a una muchacha, gracias a los frutos de la fecundidad de la feliz pareja. Una narración particular atrajo la atención de alguien, que llevó al escritor amateur a buscar el origen del comentario, dando en su camino con otro aspirante a novelista. Una muchacha que durante mucho tiempo batalló contra la diosa de la creatividad, por el estelar en su corazón. Y si la joven se sentía constantemente desplazada, sus razones tenía, y no estaba tampoco tan lejos de la realidad.

El tiempo demostró que ella no era la indicada. ¿Pero cuando hemos aprendido a hacerle caso al tiempo?

Una onda depresión desestabilizo el delicado equilibrio entre las partes que componían las caretas del muchacho. La quimera resulto sumamente fecunda.

Elisa, siempre alerta, hizo hasta lo imposible por mantenerlo a flote. Y lo logró a duras penas.

Entro en juego entonces una muchacha que potenció la capacidad inductiva de la musa. Una joven que hacía brotar bellos versos de plata carmesí de los labios del juglar. Hermoso opiáceo personificado.

El síndrome de dependencia es más agudo mientras más fuerte sea el psicotrópico, y mientras más prolongado y frecuente haya sido su uso.

Basta con decir que sufrió con la perdida.

Lo que vino fue un proceso compensatorio, donde el blanco fue un ser que fuese capaz de restablecer la seguridad de alguien que se creía incapaz de encantar, incapaz de mantener, incapaz de dialogar y de imponer. Y el peor error de su vida fue intentar forzarla a Ella a que lo ayudase.

Ahí, hace catorce meses, Elisa decidió que su presencia no era requerida, y se marchó. Desde entonces, no han salido sino esporádicas verborreas de mi mano. Porque después de deshacerme del peso de conciencia que implicaba utilizar a alguien, el muchacho mutó en lo que finalmente se sienta ahora, contándoles como una serie de más de quince personas llora la pérdida de la única mujer que ha sido madre, hermana, amante e hija.

Ahora la veo, a mi lado, sonriente, con la mano en alto. El dolor en mi rostro sugiere que ya recorrió su trayectoria, y el escozor en mi cara sugiere que recibí mi merecido. Ahora se sienta conmigo, toma mi mano, y comienza a teclear, lentamente, la historia de cómo perdí a mi musa, y de las penurias que le sucedieron.

1 comentario:

los lentes de la profesora dijo...

a veces pasarán años antes de que esa (u otra) musa vuelva a tomar tu mano.
y ese estado de conciencia alterado en que uno se sume para escribir es tan escaso que hasta te provoca una leve adicción.
y tampoco tendrás cura ni tratamiento, sólo la esperanza de desintoxicarte y no sufrir tanto con el síndrome de deprivación.