viernes, 17 de julio de 2009

Suspiro

Caía la lluvia, lenta y potente, sobre las tejas derruidas de una pequeña casa de veraneo, abandonada hace ya muchos años. El sonido que sentían los mochileros que allí se encontraban se asemejaba al que se siente cuando se deja correr la regadera sin nadie que impida el paso del agua. Una tras otras, las diminutas gotas de agua terminaban el trabajo que el tiempo y el descuido habían comenzado, y se abrían paso hasta el mismo sótano, donde tres cubetas metálicas detenían su caída.
Cuatro eran los jóvenes que habían colocado en su lugar los contenedores para mantener a salvo el único rincón seco que quedaba en su improvisado refugio. Hermanos gemelos eran los mayores y los que encabezaban la expedición. Amigos de infancia los otros dos, quienes completaban el grupo. Hacía una semana exacta habían decidido compartir sus vacaciones y dirigirse a una de las ciudades más australes del país, donde la mayoría tenía parientes, pero a falta de dinero, y deseosos de hacer aventura, decidieron emprender el largo camino a pie, atravesando el descampado, sin más ayuda que sus numerosos instrumentos y algún viajante ocasional que tuviese la disposición de llevar cuatro extraños en su vehículo.
Atravesaron inhóspitos parajes, sin dejar que estos minaran su voluntad. Hasta que un diluvio repentino los obligó a buscar refugio. Toda la mañana y toda la tarde vagaron en busca de alguna arboleda o alguna casona en la cual pedir asilo, mas no tuvieron suerte en sus pesquisas. No fue sino hasta el ocaso mismo, que uno de ellos, rubio, de ojos claros, dio con la casucha, casi destruida por los años de desuso, y decidieron hacer de ella su refugio.
Sentíase el frío hasta la médula misma. Casi podían percibir cómo su cuerpo, poco a poco, se quemaba, y su piel se resquebrajaba, poco a poco, acción del gélido clima y de la humedad que se había acumulado a lo largo de todo el día en sus ropas y equipajes. El sótano, construido para ser un almacén, tenía las características propicias para ser un congelador durante las cuatro estaciones del año.
Convertíase fuera, la lluvia inclemente en aguacero, luego en tormenta, azotando los árboles con tal fuerza, que a nadie hubiese sorprendido que saliesen disparados y atrapasen a los intrépidos muchachos en su cuarto frío. El césped permanecía reducido contra el lodo, como rindiendo tributo al temporal.
Tras quince minutos de espesa y angustiosa espera, los intrépidos aventureros lograron, a costa de mucho esfuerzo, un sinfín de cerillas, papeles, esterilla que hallaron en el lugar, y largos soplidos, encender dos trozos de madera húmeda, extraídos de la escalera que guiaba al segundo piso. Pronto, tuvieron suficiente lumbre para poder secar sus prendas y mantener constante la temperatura de sus cuerpos.
Un chillido sobresaltó a los tres muchachos que formaban una medialuna frente al fuego. Subieron de dos en dos los escalones hasta llegar a la planta alta, donde su compañero colgaba de una viga, y bajo él, vacío, hasta el suelo rocoso sobre el que estaba construida la casucha. Grades esfuerzos requirió rescatar a su compañero de una caída abismal. Se recostaron luego, en las maderas que conformaban la superficie, no muy sólida, en la que se sostenían.
Se sintió un crujido, y todos se voltearon inmediatamente. Un clavo, derrotado finalmente por la herrumbre, cedió, y dejó seguir su camino a un porta-retrato, que daba contorno a un cuadro negro. Éste fue a dar contra una cajonera, demasiado elegante para aquel lugar tan desolado. El golpe hizo que uno de los cajones sobresaliese levemente, y en el interior, podía apreciarse una gran cantidad de papeles y una caja de terciopelo azul.
Se acercaron en el acto. Los papeles eran lentamente devorados por una laguna de agua y tinta que escurría de todos los papeles. Casi como un reflejo, cuatro manos rescataron la caja de terciopelo. Luego de algunos cuchicheos, decidieron revisar su contenido.
Un mechón de cabello, negro como la más oscura noche de luna nueva. Admiraron maravillados los muchos recuerdos de vivencias jamás ocurridas que despertaba en ellos aquel grupo de cabellos trenzados. Estuvieron así, estupefactos, hasta que los fuertes vientos les arrebataron el tesoro, y los obligó a volver, resignados y llenos del más profundo desasosiego, junto al fuego.
Un nuevo sonido sobresaltó a los jóvenes. Sólo que esta vez se trataba de golpes sordos contra la maltrecha puerta, que dio paso a una hermosa muchacha, pura como la nieve, de tez pálida y tersa como el mármol, trémula, con un abrigo largo, completamente empapado. Sus largos cabellos negros como el espacio infinito caían sobre sus hombros, realzando sus ojos oscuros y profundos.
Pasmados, los chicos trataban de describir a la deidad que parecía haberse materializado frente a ellos. Sus mojados cabellos se apiñaban y daba la sensación de enmarcar su rostro. La frialdad que se adivinaba en su piel parecía ser incluso más profunda que la que se sentía en el sótano. Dedos largos y delgados sobresalían de su abrigo,imposiblemente finos y elegantes.
-¿P… Podrían…? – Comenzó ella, sujetando su abrigo para que el viento no se lo llevara. Mas no logró terminar la frase, se desplomó pesadamente contra el suelo.
Nadie podría decir si lo que cruzó por la mirada de los jóvenes fue complicidad, sorpresa o infinita condescendencia, pero pensaron que lo mejor sería colocarla en algún lugar donde no siguiera empapándose.
Cuidadosamente, como si de la más sagrada de las reliquias se tratase, lleváronla hasta el sótano. Noblemente, los muchachos le cedieron su lugar junto al fuego, para que pudiese secar su abrigo y mantener a raya el frío. Lentamente, la doncella, porque tal la consideraban los presentes, despertó, y se disculpó murmurando algo que nadie entendió. Colocó su abrigo cerca de la lumbre, y se acurrucó, solitaria, en una esquina de la habitación, abrazando sus piernas. Luego, comenzó a sollozar amargamente.
Uno de los gemelos se sentó a su lado, le tomó la mano, y le susurró algo ininteligible. Lanzó una mirada de desconcierto a sus compañeros, sin embargo, los demás estaban aún estupefactos por la hermosura de aquel ser y por su repentino actuar. El Gemelo decidió posar su brazo por detrás de los hombros de la muchacha, y la abrazó lo más cuidadosamente que pudo, sin dejar de susurrarle algo que los demás no entendían.
La pequeña damisela alzó el rostro bañado en lágrimas y le dedicó una tímida sonrisa con sus mortecinos labios. El aludido no pudo menos que responder el gesto.
Entonces, una de las manos finas y suaves de la muchacha se movió lentamente, hasta quedar sobre el rostro de aquel que le había brindado consuelo, y con una lentitud espectral, tiró de este hasta que sus labios estuvieron a punto de rosarse. Entreabrió su boca, y con la punta de su lengua recorrió delicadamente los labios del joven. Luego, sus labios se cerraron y se acercó aún más.
Sus compañeros observaban incrédulos la escena, sin saber si debían mirar hacia otra parte, o dejar la habitación.
La joven doncella se separó cuidadosamente del muchacho, dejando entrever sus labios de un rojo intenso y su tez sonrosada. Escurríase un hilillo carmesí, que se extendía desde sus labios hasta su barbilla, donde pendía una minúscula gota, que fue a parar sobre sus ropajes.
Tres suspiros mudos surgieron al unísono mientras veían como su compañero yacía pálido hasta la muerte, con los ojos cerrados y expresión soñadora.
Volteose la muchacha, con una seductora sonrisa en su rostro, y unos ojos ardientes, que devoraban vivos a los jóvenes, con pasión inimaginable.
En el cuarto superior, la lluvia diluía el carboncillo que ocultaba el retrato de una hermosa joven, de tez pálida. Con una larga cabellera negra como la más oscura de las sombras, que caían sobre sus hombros, ensalzando sus bellos ojos oscuros.

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